Durante las últimas semanas, y en el contexto de una grave crisis de seguridad pública, se ha instalado en el debate nacional chileno la normalización de la «narcocultura», a propósito de que el cantante mexicano Peso Pluma fue invitado al Festival de Viña del Mar, que se realizará a finales de febrero. Lo anterior generó numerosas columnas y artículos locales que abordan cómo la presencia del músico urbano simboliza validar dicha cultura, por lo que algunas voces apuntaron a que debía bajarse al mexicano del festival, mientras otras acusaban censura.
Sin embargo, conviene tener en consideración en la discusión otras dimensiones a propósito de este debate: por qué se ha normalizado el consumo de drogas; la inacción del Estado en la prevención de la drogadicción; si es deseable que se prohíba distintos tipos de música en una sociedad libre; pero, también, reconocer la decadencia ética y moral de las sociedades occidentales, y en este caso en particular la chilena. Por ello, en el presente artículo, se presenta un breve recorrido de cada una de estas dimensiones con el propósito de robustecer el debate.
Hace una década, era impensable que Chile aceptara la narcocultura. De hecho, la nación buscaba distanciarse de otros países latinoamericanos que no han podido solucionar el narcotráfico y el crimen organizado. Sin embargo, la realidad actual es completamente distinta. Chile dejó de ser un lugar de tránsito de drogas, y se ha convertido en el país de América Hispana con mayor consumo de marihuana y cocaína. Esto devela que en Chile hay una gran demanda de estas y otras drogas, y una de las interrogantes que surgen es cuál sería el origen del aumento y consolidación de la demanda de drogas, especialmente en jóvenes.
Carlos Charme, ex director del Senda (Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol) nos entrega algunas pistas, pues afirma en una nota del medio chileno El Mercurio que el consumo, especialmente en jóvenes, se explica porque suelen buscar «felicidad» o «evadir» la realidad. Asimismo, observa que no hay una política de prevención del consumo de drogas con la promoción de espacios deportivos, culturales, o intelectuales que permitan a los jóvenes mantenerse alejados de las drogas. Por este motivo, Charme sostiene que hay una inacción por parte del Estado al momento de enfrentar esta situación.
En relación a este punto, conviene detenerse un instante. Pues, ya podemos encontrar dos aristas a analizar. Por un lado, la droga se ha instalado como un medio de diversión y evasión por parte de los consumidores, y por otro, el Estado a través de políticas públicas no ha tenido éxito en la prevención de su consumo y en la detención de bandas de narcotráfico, el que tampoco se ha logrado con una alianza público-privada.
En la primera arista, las generaciones más jóvenes se destacan por tener una moral más laxa que no solo valida, si no también ha normalizado el consumo de marihuana, cocaína y otras drogas sintéticas. En contraste, hace unas décadas, la droga en Chile se asociaba a sectores marginales y a la delincuencia, categorías no deseables por los chilenos.
En cambio, hoy el consumo es bastante transversal, y no hay diferencias significativas según el estrato socioeconómico. Además, se observa que la noción de «evasión» de la realidad es propia de las sociedades líquidas, que buscan el placer instantáneo pero efímero. Esto no solo se observa en el consumo de drogas —lícitas o ilícitas—, también se observa, por ejemplo, con el consumo desmedido y adictivo de pornografía, que a nivel cerebral, opera igual que una droga elevando rápidamente los niveles de dopamina pero que rápidamente baja, generando en la persona la necesidad de consumirla nuevamente para regresar al estado de placer deseado.
En suma, es posible señalar que el placer cortoplacista, efímero y vacío, ha sido de preferencia por los jóvenes —y no tan jóvenes— del siglo XXI. De hecho, la narcocultura también se construye bajo estas premisas: la ganancia de dinero rápido y fácil, junto a la exuberancia, los lujos, los vicios y la lujuria, que son parte de este imaginario.
En la segunda arista, es dable sostener que el Estado chileno no ha logrado prevenir adecuadamente el consumo de drogas. Y esta situación se ha agravado con el actual gobierno del presidente Gabriel Boric, que se ha caracterizado por su inacción en la crisis de seguridad pública y el crimen organizado, que han capturado y tomado el control de distintos sectores urbanos. Esto, por consecuencia, provoca que aquellas personas que viven en sectores dominados por el control de bandas criminales se ven permeadas y/o amenazadas por los códigos de la narcocultura.
Asimismo, no se puede ignorar la llegada de carteles extranjeros de crimen organizado con un nivel de extrema violencia que los chilenos no estaban acostumbrados, como el Cartel de Sinaloa y el de Jalisco —ambos mexicanos—, el Clan de Golfo —colombiano—, y la organización delictiva venezolana Tren de Aragua. La violencia asociada a sus crímenes supera, incluso, a la del delincuente chileno común. De hecho, en el último año se han dado a conocer numerosos casos de secuestros, torturas, asesinatos y el encuentro de restos de cadáveres humanos por las calles, situación completamente inusual para los chilenos.
Pero a pesar de esta grave crisis, el actual Gobierno no ha propuesto medidas concretas ni ha llamado a una mesa de toma de decisiones a expertos en la materia. De hecho, las señales que ha entregado el gobierno es opuesta, con los indultos y pensiones vitalicias a delincuentes condenados por delitos en el contexto de las revueltas de octubre de 2019.
Otro punto que conviene reflexionar es si es coherente la prohibición de determinada música en una sociedad —que se dice ser— libre. Como en todo debate, las lecturas pueden variar y quienes adscriben a la teoría de la aguja hipodérmica —proveniente de las comunicaciones, que sostiene que es posible inyectar cierta temática desde los medios con el fin, a grosso modo, de influir en un grupo social para que hable de determinado tema o adquiera ciertas categorías— afirman que cantantes como Peso Pluma son una promoción abierta de la narcocultura, influyendo en los jóvenes. Sin embargo, si se acepta esta posición por completo, abre la posibilidad de que se prohibieran distintos libros clásicos de la literatura, como por ejemplo, Crimen y Castigo de Dostoievski (1866), en el que el protagonista comete dos asesinato, por el cual podría argumentarse —si se sigue esta línea argumentativa— que fomenta dichos actos.
Por otro lado, es factible también integrar en la discusión que el éxito de la música urbana y el reguetón, que se destacan por la apología a la narcocultura —en el primero— y a la hipersexualización —en el segundo—, se explica porque hay una demanda de consumo de dicho contenido. Entonces, músicos como Peso Pluma responden como parte de la oferta musical a la existencia de una demanda. Dicho de otro modo: si no hubiese consumidores de este estilo de música que hace apología a la narcocultura, drogas y delincuencia, no se estaría hablando de la presentación de este cantante en el Festival de Viña.
Por ello, la reflexión sobre la instalación y la normalización de la narcocultura debe ser más profunda. Pues, lo que está en la raíz de dicha problemática radica en cómo la ética y la moral de los chilenos se ha deteriorado.
Esto se observa desde la demanda de sustancias ilícitas, fomentando indirectamente el crimen organizado; el consumo de música con letras que hacen apología a los códigos del narcotráfico y que son explícitamente sexuales; la evasión del pago del metro, como ocurrió para las revueltas de octubre de 2019; o incluso, cómo las autoridades chilenas del Gobierno actual se han visto enfrascadas en el caso de corrupción más escandaloso de las últimas décadas, con el denominado Caso Convenios. En definitiva, lo que debe volver a ponerse en discusión es cómo encauzamos una sociedad que ha perdido el norte por relativizar moralmente todo.