martes, diciembre 24, 2024
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La pederastia según Balenciaga

Tal y como la conocemos hoy, con sus temporadas y diseñadores, la moda es un fenómeno reciente. La cosa empezó con Charles Frederick Worth hace poco más de dos siglos. A pesar de que España jamás haya sido una potencia del trapo, ni falta que le hace, ha dado al imperio de lo efímero nombres míticos sin los cuales sería imposible entender la industria del vestido. Me refiero, entre otros, a Cristóbal Balenciaga.

El universal genio de Guetaria, amigo de Givenchy y Dior, se inspiraba en los grandes maestros de la pintura a la hora de dar vida a sus creaciones, no en raperos ni en la «cultura urbana». Visionario, decidió cerrar su casa de costura en 1968. El mundo que él había conocido hasta entonces se tambaleaba. No deseaba asumir la introducción del prèt-à-porter y los cambios que, como él intuía, sufriría el sector. En cierto sentido, no le faltó razón. Décadas más tarde, su nombre acabó siendo comprado por el grupo LVMH, que lo ha desnaturalizado haciendo de su casa algo grotesco.

El asunto del sexo y los menores puede asimilarse a una enfermedad oportunista: resurge cuando el cuerpo social está bajo de defensas

En la actualidad, la moda es fundamentalmente pasto de dos multinacionales a cuya cabeza se encuentran magnates, no sólo del vestido sino también del alcohol, la marroquinería fina o la prensa. Su capacidad de influencia no debe ser desdeñada.

Estas corporaciones, construidas por decenas de marcas, son fieles palafreneros de las causas más mimadas por nuestras élites. La libertad sexual, madre del cordero, es uno de los principios fundadores de nuestra época e inseparable del famoso «disfrutar sin límite» sesentaiochista. Sería ingenuo pensar que esto sólo se limitaba a la coyunda entre adultos. Hoy, algunos creativos o responsables de comunicación, reemplazando a los antiguos pelanas de finales de los 60, continúan desarrollando el concepto. Es lo que ha ocurrido recientemente con la casa Balenciaga.

Su última campaña fotográfica mostraba niños de corta edad, solos y dentro de una escenografía poco equívoca, sujetando uno de los accesorios que forman parte de la tétrica colección primavera-verano 2023. Se trata de un bolso con apariencia de oso de peluche, pero ataviado con un arnés sadomasoquista.

La obsesión con el despertar sexual infantil, pareja al deseo de despenalizar o quitar hierro a la pederastia, no es una causa que la mundialería más perversa y sus comparsas vengan promoviendo desde hace poco. Sin remontarnos a Wilhelm Reich, el diario Libération, con Sartre o July a su cabeza, defendió «la aventura de la pedofilia» durante una década. Asimismo, son difíciles de olvidar las declaraciones que hizo Daniel Cohn-Bendit, gran cretino europeo junto con Bernard-Henri Lévy, en el transcurso de una emisión vespertina de la televisión francesa hace cuarenta años. Intoxicado por cannabinoides, el ayer anarquista convertido al liberalismo (canónica evolución), contaba la «fantástica» experiencia de ser desnudado por una niña de cinco años. Creíamos que todo aquello era un mal recuerdo, pero el asunto del sexo y los menores puede asimilarse a una enfermedad oportunista: resurge cuando el cuerpo social está bajo de defensas.

La vocación de esta campaña (…) no es otra que la de seguir ensanchando los límites de lo criminoso

El binomio moda-publicidad es indisociable de la provocación. Desde finales de los años sesenta, como el mal artista, la industria siempre ha pretendido epatar al burgués, incomodar su mentalidad. Sin embargo, una vez logrado tal objetivo, la vocación de esta campaña, que no descuida un solo detalle y cuya retirada estaba probablemente prevista, no es otra que la de seguir ensanchando los límites de lo criminoso.

Fuera del minúsculo circuito de la alta costura, como ya hemos señalado, los grupos empresariales que monopolizan la moda no sólo prescriben tendencias vestimentarias, sino también valores, gustos o creencias. Dichos valores, no nos engañemos, son los de la in crowd: un puñado de relaciones públicas, creativos y diseñadores bien pagados que viven en endogamia entre dos o tres barrios de cuatro ciudades. Pierden los nervios y se ofenden cuando se les nombra a Trump, Putin o Kanye West, pero no tienen ningún problema en vendernos su mercancía podrida. El resto somos, en función del tamaño de nuestra faltriquera, los incautos que les pagamos la fiesta. Mientras sigan encumbrando la sordidez y coqueteando con la criminalidad, es una obligación aguársela. A ellos y a los capos del cotarro.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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