PABLO MARIÑOSO,
Yo he ido más de una vez a Misa en bañador. No es una reivindicación que enarbole ahora con orgullo, pero tampoco lo digo con vergüenza. He estado en Adoraciones Eucarísticas con mis chancletas como también he estado con mocasines. Nunca me he mirado los pies antes de comulgar. Digo esto porque mi buen amigo Jaume Vives escribía ayer sobre los jóvenes de sesenta años que parecen haber olvidado su edad y condición a la hora de vestir. Estoy con él de acuerdo en la vergüenza que suponen ciertos comportamientos y vestimentas en estos meses de verano. El calor puede ser coartada para muchas cosas pero nunca para la irreverencia. Ahora bien, no podemos olvidar que nuestra lucha, en verano como en invierno, va por dentro.
El mundo sufre un problema de pudor y eso no es novedad. Ayer estaba en la primerísima fila de la Misa de la Paloma la concejal Rita Maestre. La misma que hace años entró con los pechos al aire en la capilla de la Universidad Complutense. Vaya. Recatada como una plañidera, Maestre sigue evidenciando un problema de fondo: se están descuidando las formas. Y esto aplica para casi todo; tanto para los que vamos a Misa con nuestras camisetas de publicidad como para, qué sé yo, los conservadores británicos. Algunos seguimos pensando que si los tories quieren movilizar un ápice de su electorado primero deben recuperar una parte de su elegancia, y eso pasa por Boris Jonhson y Jacob Rees-Mogg, pero de esto ya hablaremos otro día.
Decía que numerosos son los ejemplos de esta superficialidad que denuncia Jaume: madres en minifalda, abuelos con sus pantalones piratas… En fin, «no sólo es un tema de ética, también lo es de estética». Brindo con esta denuncia pero me resisto a quedarme ahí. Si bien es cierto que los católicos debemos señalar estas faltas, en las que muchos caemos repetidamente, más verdadero resulta decir que la procesión va por dentro. Y el verano es también aliado de esta irreverencia oculta que tanto daño hace. A una mujer le podemos decir que no entre a la iglesia con pantuflas y eso estará bien, pero nuestra obligación con la caridad nos exige pedirle que no comulgue acompañada por su pareja de hecho. Igual que a aquel joven inquieto habrá que indicarle que el camino más rápido para llegar al cielo pasa, en toda ocasión, por un confesionario.
El peligro de estos días veraniegos no es que algunos descuidemos nuestra vestimenta. Estamos trabajando en ello, lo prometo. El problema es que muchos descuidamos nuestro hábito interior y todo hace mella. Aquella borrachera esporádica, esa liviandad con lo trascendente, nuestro desdén por lo bello. El verano, no ya como tiempo de descanso sino como estación, ha invertido su sentido, y lo que estaba dispuesto como germen de belleza se ha transformado en coartada de fealdad. Si uno no lee en julio, ahora que los rayos del sol sonrojan nuestras mejillas, que no espere hacerlo en febrero. Si uno no es capaz de salir a correr en uno de estos atardeceres calurosos bañados por la brisa, jamás tendrá la fortaleza de hacerlo en invierno. Si uno no agarra entre sus dedos la sinfonía de colores de esta estación, que no espere hacerlo en unos meses.
Hace unos días leía sobre la profunda inquietud de Oriol Junqueras por la física cuántica. El tipo, con el que me tomaría encantado un café, ha aprovechado su tiempo en la cárcel para preguntarse por la existencia de las cosas y por el universo. Otros en sus condiciones se limitan a pasar droga. Pues Junqueras ha entendido que todo lo de fuera tiene sentido y que es importante vestir dignamente en Misa, claro, pero estos meses nos ofrecen un tiempo estupendo para cultivar la procesión que va por dentro. Hasta recluido en una prisión ha sabido ver que algunas actividades cultivan el cuerpo y lo engrandecen, pero siguen sin ser las más importantes. Si yo nunca me he mirado los pies antes de ir a comulgar no veo el motivo por el que un cura deba hacerlo.