ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
En tres conversaciones distintas con personas diversas, ha salido la misma palabra. Recordé de inmendiato a Léon Bloy, que proponía un método de análisis y crítica literaria: la palabra que se repite es la que da la clave de la obra. En mis últimas conversaciones políticas, esa palabra está siendo «reconstruir». Es el proyecto colectivo —decían— que nos tendremos que proponer como generación consciente y comprometida de españoles. Subrayo de nuevo la palabra: «reconstruir», porque eso implica que, subconscientemente, se está imponiendo la idea de que la crisis política y social ya ha hecho buena parte de su trabajo de derrumbe y demolición.
Siempre he discutido con mis admirados amigos reaccionarios, amablemente, que esa frase tan de su gusto de «no soy conservador porque ya no queda nada que conservar» pecaba de prematuro pesimismo. Quedan muchas cosas que conservar, a poco que miremos con ojos limpios a nuestro alrededor: además de nuestras familias y amigos, nuestro paisaje y cultura, también en lo político seguimos teniendo una nación española que defender y, los creyentes, una Iglesia en la que adorar a un Dios inmutable, Señor de la historia.
Sin embargo, ser conservador no es ser ciego ni sordo. Hay un término medio donde nos podemos encontrar los conservadores con los reaccionarios, y es, en efecto, en la reconstrucción. Que tengamos tantas cosas que «reconstruir» implica que muchos muros de la patria nuestra se han desmoronado ya. Lo reconozco con pesar. No basta con una mano de pintura, con pasar un trapo para quitar el polvo o con sanear las cuentas. Se han traspasado muchas líneas, no de no retorno, porque retornar se puede hasta de la muerte, como hicieron Lázaro y Jesús, pero sí son líneas rojas imposibles de ignorar. A cambio, el prefijo «re» y, sobre todo, el verbo constructivo, nos hacen alentar aún la esperanza de que podamos evitar una revolución, que es lo que terminará pasando si las cosas siguen emponzoñándose así. El sentido de la revolución daría un poco igual, porque está por ver en la historia una revolución que haya mejorado las cosas a sus ciudadanos. Como advertía Balmes, «las revoluciones, para cambiar la organización del país, comienzan saliendo del terreno de la ley y ninguna termina en el terreno de la ley».
¿Que exagero el riesgo? Da pena hacerles a ustedes —encima de que tan generosamente me leen— el triste repasado de las áreas devastadas en las que el país necesita urgentemente una nueva cimentación y un aseguramiento de los pilares y las vigas. Lo haré rápido. Amenazan derrumbe la separación de poderes, el respeto a la Constitución, a la que le faltan del presidente del Tribunal Constitucional abajo, todos; la reverencia debida a la Monarquía; las cuentas públicas; la deuda; nuestro volatilizado prestigio internacional; el desplome demográfico; los índices de calidad de nuestra educación; la crisis migratoria; nuestro sistema agrario y ganadero, derrumbándose, tras el desmantelamiento de nuestro sistema industrial; las buenas costumbres —para qué vamos a andarnos con circunloquios—; los índices de depresión y suicidio; etc.
Aprovechando que estamos en el puente del Pilar, no nos derrumbemos. Pensemos en que quizá la reconstrucción, más que la altisonante reconquista o la moralista regeneración o que la fatalmente fotogénica revolución, antes que la rebelión, sea el reto de nuestra época. Ni metáforas beligerantes ni discursos con aires superioridad, sino trabajos concretos, normas y derogaciones prácticas y constantes, pinganillos abolidos, medidas son amores y no buenas razones, pensamiento y acción, etc. El lema «Levantaremos todo lo que derriben» mete el dedo, ay, en la llaga. Nuestra generación y la siguiente tienen por delante o una ingente labor de reconstrucción o recoger los escombros y el consiguiente tratamiento de residuos. Esas empiezan a ser las alternativas. Estemos preparados para poner manos a la obra. Habrá mucho que reconstruir.