ESPERANZA RUIZ,
En el obituario dedicado a Vázquez Montalbán, José Luis de Vilallonga dejó escrito que, para él, la anchura de una solapa tenía tanta importancia «como la integridad moral de la que nunca presumo». A pesar de su gusto por el nudo Windsor, sólo indicado para gente como James Bond o Íñigo Onieva, en materia de elegancia hay que dar cierto crédito al IX marqués de Castellbell. Poseedor de una planta envidiable, nadie como él llevaba esas camisas rosas compradas («en soldes y divinamente») en la sucursal parisina de Hilditch and Key o en Galeries Lafayette.
Pero la planta no lo hace todo, y el presidente Sánchez es la demostración viviente de ello. Su mujer, Begoña Gómez, que además de promocionar másteres «de impacto» se interesa por los trapos, podría sugerirle echar más centímetros a esas solapitas y esos raquíticos cuellos de camisa que nos gasta. Hoy, tales hechuras sólo tienen sentido sobre los cuerpos mortificados por la ensalada de quinoa de algunos diputados franceses (la rigueur miterrano-tatcheriana que vuelve con Macron).
La moda conceptual surgida en los Países Bajos y diseñadores como Thom Browne han ejercido una influencia deletérea en el vestir masculino. Y lo escribo, negro sobre blanco, sabiendo que estoy rompiendo consensos, provocando la enésima escaramuza cultural donde vuelven a enfrentarse tradición y modernidad. Por un lado, la nostalgia del power suit «nochentero», logaritmo «lepeniano» (casi «trumputinejo»); y por el otro, la actualidad del terno azul globish macronita, de escuálidas proporciones, que lo mismo te sirve para una cumbre de la OTAN que para la entrega de un premio Carlomagno.
Aunque a Sánchez todo lo anterior le trae sin cuidado. Él se ve como el hombre Martini. Un icono de su juventud, de esos tiempos en los que lucía peinado cenicero y collares de inspiración surfera. Lejos quedaba entonces la satisfacción con la que El País nos contó el pasado mes de febrero que nuestro presidente había sido el primer jefe de gobierno en acudir a un desfile durante la semana de la moda madrileña. Sin embargo, Sánchez parecía descolocado y se mostró como lo que es: un señor de Pozuelo que ha salido de la oficina y se ha dejado caer en IFEMA para hacer un favor a su mujer. Solemos presentarle como si fuera una especie de cíborg, pero en ese momento derrochó humanidad. Si Begoña le perdiera respeto a la moda (última adquisición del progresismo para su comisariado kultural) y alguien le dijera que es un tinglado sostenido por una docena redactoras y directoras de prensa que conspiran en dos o tres barrios de cuatro ciudades para hacerse con el dinero de los BRICS; si alguien le dijera que cuando una tendencia se fosiliza lo verdaderamente moderno es no seguirla, Pedro iría más bonito que un san Luis.
Los socialistas de raza, los del «PSOE bueno» del período altofelipista, intuían estas cosas. Puede que fuera el ejemplo de la beautiful. Tiempo antes de que se nos hablara del «lujo silencioso», criticado por poco igualitario y bien representado es la serie de HBO Succession, nuestras oligarquías del puño y la rosa ya se lo sabían de memoria. Pero Sánchez ha roto, también estéticamente, con el PSOE bueno y sus solapas transicionales. Mucho de este Régimen se hizo en los probadores de Antonio Pajares y, dos décadas más tarde, en los de su tocayo Puebla. Ambos eran de tijera generosa y el primero, sastre de Suárez, le añadía hombro para que pareciera más de lo que era. Nunca un alfayate tradujo mejor sobre el paño el espíritu del sistema que nos dieron. Desde entonces, las solapas han ido como España: menguando. Con Sánchez hemos alcanzado los siete centímetros y la jibarización de las proporciones. Lleva el uniforme de la modernidad que le han comprado por ahí.