CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
La grandeza de una obra de arte estriba en que nunca se agotan sus interpretaciones. Hay ciertos pasajes de El Quijote acerca de los cuales uno descubre la posibilidad de un sentido adicional cada vez que se aproxima hasta ellos. No es solamente que el paso de los años ilumine algún aspecto que hasta entonces habíamos pasado por alto; es que, de golpe, la realidad del momento, el suceso más rabiosamente actual, encuentra la clave de su explicación en alguno de los recovecos de un libro que se escribió hace más de cuatrocientos años.
Así sucede, por ejemplo, con el modo en que don Quijote se vuelve loco. Todo el mundo está al tanto de lo que acontece en la novela y de cómo nos lo refiere el narrador. El maduro hidalgo manchego, convertido en lector compulsivo de cada libro de caballerías que cae en sus manos, acaba extraviando el juicio y asumiendo él mismo la anacrónica identidad de un caballero andante. Recordemos el pasaje donde lo narra Cervantes porque es muy posible que sea en en el espacio de esas pocas líneas donde se fragüe la entera matriz de la modernidad literaria: «En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo».
De acuerdo a la interpretación clásica, en un primer momento Cervantes habría concebido su libro como la parodia de un género literario que, hecha la excepción de unas cuantas novelas estimables (las mismas que el cura y el barbero deciden salvar del fuego durante la quema de los libros que integraban la biblioteca de su amigo Alonso Quijano), estaba plagado de obras escritas en un estilo ridículamente ampuloso, cuajado de tramas inverosímiles y personajes estrafalarios. Sin embargo, conforme avanza la acción comprendemos que El Quijote es mucho más que un simple libro de burlas destinado a provocar la carcajada de sus lectores. En cada capítulo, el genio inconmensurable de Cervantes añade sucesivas capas de significación que se van sobreponiendo a la intención humorística original hasta convertir la novela en un verdadero tratado acerca de la complejidad y la riqueza de las relaciones humanas.
Eso exactamente es lo que sucede con el fragmento arriba transcrito. Leído desde la perspectiva de la época que nos ha tocado vivir, caemos en la cuenta de que Cervantes no sólo está describiendo en su habitual clave irónica el deslizamiento paulatino hacia la locura del personaje que su imaginación acaba de concebir; está anticipando también uno de los rasgos llamados a caracterizar la deriva del mundo contemporáneo: la pérdida del sentido de la realidad. Por eso don Quijote es un personaje completamente actual. Anuncia la llegada de un tiempo en el que los despropósitos más descomunales, las aberraciones más palmarias y los delirios más estrambóticos tomarán la forma de sesudas teorías académicas que, impresas en las páginas de libros que adquirirán una celebridad fulminante y difundidas desde los campus de ciertas prominentes universidades, en muy poco tiempo alcanzarán un prestigio insólito y cambiarán por completo nuestra visión de las cosas.
Leer, por tanto, puede convertirse en una actividad de máximo riesgo si el menú intelectual al que uno se somete está repleto de la bazofia seudocientífica emanada de algunas de las mentes que más decisivamente han influido en el extraño diseño de nuestra época. Como muestra de lo paradójica que puede resultar a veces la historia, el culmen de la era racionalista e ilustrada en la que se supone que vivimos nos ha deparado una sobredosis de irracionalidad y un apogeo de la estupidez y el envanecimiento colectivos de los que todavía está por ver si seremos capaces de recuperarnos. Europa y Estados Unidos, los privilegiados lugares del mundo que disfrutan de los mayores índices de bienestar material y de las tasas más altas de población universitaria, son al mismo tiempo el epicentro de los despropósitos intelectuales que han envenenado nuestras sociedades y socavado una concepción del ser humano y de la vida en común asentada en la experiencia de los siglos. Antes de que la tendencia a la imbecilidad ideológica alcanzara en Occidente niveles de epidemia, Ernst Jünger advirtió: «No es el hombre sin cultura, sino el hombre deformado por la cultura quien debería preocuparnos».
A don Quijote, su demencia lo empujó a la búsqueda de aventuras más allá de los estrechos límites de su hacienda. No obstante, su bondad natural hizo que la locura en que se precipitó se encauzase hacia la persecución de un ideal de justicia hacia los más desvalidos y al acrecentamiento de su honor de caballero. En cambio, en la voluntad de los grotescos personajes que marcan la pauta de nuestros días no hay otra cosa que una amalgama obscena de resentimiento y vanidad al servicio de los poderes que los manejan. Su régimen de saturación lectora no les ha hecho más compasivos ni más ecuánimes ni tan siquiera más cultos. Todo lo contrario: los ha sepultado en una sima de ceguera y fanatismo a cuyo fondo quisieran arrastrarnos a todos. Para resistir su influjo basta no obstante recordar dónde se localizan las reservas de sensatez que todavía subsisten en este tiempo traspasado de desvaríos. En los libros que fueron escritos bajo la inspiración de acercarnos a la verdad, desde luego. Pero antes que ahí, en la sencilla ejemplaridad de todo el común de la gente que aún es capaz de detener la mirada en un prado y afirmar que la hierba es verde.