martes, diciembre 24, 2024
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Los peligros de la moralidad, ¿o los de la democracia?

Recientemente tuve oportunidad de asistir a una presentación y debate sobre el libro cuyo título aprovecho para comenzar el de este artículo. Se trata de “Los peligros de la moralidad”, del psiquiatra y psicólogo evolucionista Pablo Malo. La presentación corría a carga de un prestigioso colega del autor, a quien tengo, no solo aprecio, también reconocimiento. En fin, que me fio de que la presentación recogiera bien las ideas del libro, que, por cierto, aún no he leído.

El análisis que a continuación hago está basado en mi entendimiento de dicha presentación, me apresuro a aclarar, y seguro que la lectura pausada del libro tal vez me hiciera reflexionar de otra forma e incluso interpretar de forma distinta al autor. Si fuera el caso, me comprometo a hacer otro artículo con disculpas y enmendándome.

La tesis que desarrolla el señor Malo viene a ser la siguiente:

1) El ser humano ha generado evolutivamente mecanismos emocionales para decidir sobre aspectos morales. Estos mecanismos, como todas las adaptaciones procedentes de la evolución, han facilitado y permitido la supervivencia de quienes los habían desarrollado respecto a quienes carecían de ellos.

2) Dichos mecanismos están en la base de la cooperación social de los seres vivos, habiendo llegado a su máxima sofisticación en los seres humanos, a los que calificamos como seres hipersociales.

3) Sin embargo, algunos mecanismos, como la distinción Ellos-Nosotros, pueden dificultar hasta poner en riesgo las instituciones en que se basa la sociedad actual, especialmente la democracia.

4) En consecuencia, el autor propone “desmoralizar” las instituciones, construirlas de forma en que se atenúen los efectos de los mecanismos morales.

En el fondo, lo que parece preocupar al autor, como también preocupaba a una de sus principales referencias, el psicólogo evolucionista Jonathan Haidt, es la creciente polarización de la sociedad, intensificada por la generalización de las redes sociales, que hace cada vez más difícil el funcionamiento en democracia de la sociedad.

Y claro que tiene razón. Pero, ¿por qué la solución pasa por aferrarse a la democracia como forma de convivencia, tratando de que no quede corrompida por los sesgos morales? ¿Por qué una y otra vez nos encontramos la democracia como un valor superior a preservar? En el fondo, ¿no se deja llevar el señor Malo por esos mecanismos morales contra los que trata de advertirnos en su libro? Están los demócratas y los anti-demócratas.

Si tratáramos de no ser morales en nuestro juicio sobre la democracia, tendríamos que abordar sus bondades desde un punto de vista científico y objetivo. Y a ello responden invariablemente sus defensores diciendo que “Es el menos defectuoso de los sistemas”. ¿No este un juicio moral de los que deberíamos tratar de prescindir siguiendo a Malo?

Si el análisis lo hacemos de forma científica, lo que nos encontramos es que la democracia como forma de convivencia o de gobierno, ha sido atacada con buenos argumentos desde muchos puntos de vista: sociológico, filosófico (por ejemplo, por el reciente premio Juan de Mariana, Dalmacio Negro) o económico (y no solo abanderado por los economistas austriacos, ahí tenemos toda la escuela de Public Choice).

Lo paradójico es que el ensayo de Malo supone un ataque casi irrebatible a la democracia desde otro punto de vista más cercano a la ciencia natural: el psicológico. Lo que viene a decirnos este autor, aunque seguramente no sea esa su voluntad, es que la democracia es incompatible con la psicología humana.

Las elecciones que requiere la democracia conllevan la competencia de los partidos políticos (no me atrevo a decir ideologías) por el poder. Y es evidente que el sesgo moral Ellos-Nosotros es inevitable en este enfrentamiento, lo mismo que aflora en las competiciones de fútbol entre los seguidores de los distintos equipos. Los políticos, posiblemente por prueba y error como también explica Malo, han encontrado dicho sesgo y se valen de él para movilizar a sus electores y tratar de ganar las elecciones. Estas son más fáciles de ganar “contra alguien” que “a favor de algo”, algo que todos hemos oído en infinidad de ocasiones. Y es que apelar a la moral, a las emociones si se quiere, es mucho más eficaz que tratar de ganar votos con la razón.

Si a esta situación se le añade un intensificador de efectos, un creador de estímulos supernormales (en terminología del propio Malo), se tiene el cóctel completo. De hecho, los problemas inherentes de polarización que conlleva la democracia han explotado en los últimos años, y todo el mundo parece de acuerdo en que se debe a las redes sociales. Las redes sociales, como tecnología, son neutras, pero incrementan enormemente la eficiencia en dicho tipo de relaciones, para bien (es menos costoso mantener contacto con familia, amigos y compañeros) y para mal (se pueden hacer constantes “difamaciones rituales” y de forma masiva). Esta herramienta en manos de gente que vive de la polarización, como son los políticos o los grupos de interés en un sistema democrático, nos lleva a los resultados que estamos viendo y sufriendo.

Contra los sesgos psicológicos se puede luchar a nivel individual. El ya citado Haidt propone la excelente analogía del “elefante y el jinete”, que también recoge como no puede ser de otra forma, el señor Malo. Esto quiere decir que los mecanismos (en general, no solo los morales) de nuestro cerebro nos impulsan a actuar de una determinada forma, y que la forma de tratar de modular este comportamiento es la razón; pero que normalmente, lo que manda es lo primero, el elefante, y muy rara vez lo segundo, el jinete.

Esta conclusión puede ser chocante para mucha gente que considera al ser humano como racional, pero esta contrastada empíricamente hasta la saciedad. Por tanto, la persona que realmente quiera ser racional tiene que empezar por aceptar que la mayor parte de lo que cree o hace tiene una causa emocional y no racional. Así de duro y así de cierto. La actuación verdaderamente racional tiene en muchos casos un coste prohibitivo que no se justifica, aunque en algunas ocasiones sí puede compensar.

Así pues, dominar estos circuitos morales que nos vienen de fábrica para tratar de hacer que la democracia funcione, tiene un enorme coste psicológico, que muchas personas no quieren o pueden asumir. Estos mecanismos, además, no van a desaparecer: el ser humano los ha adquirido evolutivamente y solo de esa forma podrían desaparecer.

La solución en otros ámbitos ha pasado por buscar mecanismos externos al ser humano que sirvan como piedra de toque para asegurar que no nos estamos dejando llevar por la emoción y sí por la razón. Un ejemplo paradigmático es el método científico; otros lo constituyen los usos y las costumbres.

En coherencia, Pablo Malo propone algo similar: que diseñemos las instituciones de gobierno para que no aparezcan los “monstruos morales” que habitan en nuestro cerebro. Por supuesto que sí. La cuestión es si la democracia es una institución que los atenúa o, por el contrario, los hace crecer. Esa es la pregunta básica a la que hay que responder, porque la moralidad está aquí para quedarse, por muy peligrosa que sea.

Fuente: Panampost

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