ITXU DÍAZ,
Cosas de escritores. Hay algo circular en el oficio de las letras. Envías y recibes. Repites patrones. No te cansas, pero ya no te excita. Muchos días amaneces con resaca y agujetas, y vuelves a subirte a la rueda, como un hámster, pero con la motivación de una ameba anciana. Haces girar la máquina por la misma razón por la que rueda la tierra. Ya no buscas cambiar el mundo con una columna –qué ilusos fuimos una vez-, ni convencer con un ensayo —mejor hacerles pensar—, emocionar con la prosa de la bohemia —los lectores, si existen, ya no lloran—, ni abrir un telediario con tu novela —lo siento, aquí no hay escándalos sexuales—. Y llega de pronto agosto con sus sobremesas largas y sus mares infinitos a recordarte que ni siquiera en España la política es más importante que la vida. Y la vida, en fin, asoma como un conejo fugitivo por los misterios del sotobosque.
Ando estos días de promoción literaria en mi tierra coruñesa, que mañana jueves presento aquí mi novela Rosas de papel (Cervecería John Moore, 19:30h), con mi querida Beatriz Manjón; a propósito, maravillosa escritora, presentadora y columnista. Hace algo más de un mes hice lo propio en Madrid junto al poeta Luis Alberto de Cuenca, toda admiración es poca, y aquello me parecía una estación término. Hoy sin embargo todo vuelve a empezar.
A ratos, en el galimatías de hablar de la novela en radios locales, surge la pregunta sobre la situación política y me sobreviene un gruñido umbraliano, que yo había venido a hablar de Juan, el protagonista de mi libro, que lleva una vida tan devastadora que, con toda seguridad, no sabe ni quién está en el Gobierno y, si lo sabe, no le importa, no le puede importar. Pienso, entonces, cuántos millones de españoles son Juan, cuántos viven de espaldas a la política, no por desinterés ni apatía, sino porque la vida propia les inunda demasiado.
La Coruña amanece con esa niebla que me rompe los huesos y la mitad de la Torre Hercón, el mayor rascacielos de Galicia, se alza solo en sus primeras alturas, borrado el resto por la tinta blanca de la bruma. Aquí, a menudo, mirar alrededor, a las cimas de los edificios, es como escudriñar el futuro: un ejercicio de fe.
Lo que va de Madrid a La Coruña a veces es una eternidad. Hasta mi personaje ha mudado de cara, vive más preso aún de la melancolía, nota la humedad y la sal del mar, y teme morir de frio por las noches. Si sólo hablamos de una novela. Imagina cuánto puede cambiar la percepción de las ideas y de las políticas a seiscientos kilómetros, con diez grados de diferencia en los termómetros, con el mar o sin él, de vacaciones o trabajando. Quizá este ejercicio geográfico confirme mi teoría de que la percepción política es cada día más volátil, las lealtades ideológicas más breves, los compromisos más endebles. La intensidad política de Madrid es un espejismo; por eso quienes hacen el camino contrario, del mar a la capital, no pueden evitar perderse en el despiste del pulpo en un garaje.
La semana que viene el tour novelesco continúa, culmina, más bien. Estaré el jueves 17 en Santander, presentando Rosas de papel (pub Zeppelim, 20:30h.) en compañía del periodista Ramón Pérez-Maura, y aprovecharé para disfrutar un par de días de tan bonita costa. Juan, mi protagonista, se sentirá en el Cantábrico como pez en el agua, porque vuelve al fin a las calles de donde salió. En cambio yo, que ya he hecho antes el recorrido, sé que el abismo entre lo coruñés y lo cántabro también es gigante, por más que en ninguna de las dos costas permanezca en agosto el interés por la marcha de la nación, por los desmanes del Gobierno, por las cosas comunes importantes, que en verano prevalecen las cosas individuales importantes: la familia, la amistad, la risa, la playa. Una vez más, no es desidia, tal vez sea solo la necesidad de descansar unas semanas para volver con más fuerza al combate.
No sé aún si en septiembre la gira literaria ofrecerá un bonus track en Sevilla, pero en todo caso hay algo bello y permanente en el itinerario de la vida cultural, Madrid-La Coruña-Santander. Hay algo grande y conmovedor ahí, que se puede tocar, que estoy experimentando felizmente una vez más. La suerte de nacer en un país con tantas caras distintas, tantos gustos diferentes, y un espíritu igual, compartido y vivido, el alma de la nación que late al unísono. España en cada uno de sus rincones, de sus inquietudes, de sus formas de ser, de su cultura, de su pasión. España, algo que definitivamente compensa toda pena.