domingo, noviembre 24, 2024
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Me acuerdo

Carlos Marín Blázquez,

Se ha cumplido el tercer aniversario del confinamiento decretado con motivo de la epidemia de covid y yo me acuerdo de algunas cosas. Me acuerdo de que el 8 de marzo de 2020 un gobierno al que hay que suponer conocedor de los efectos devastadores con que amenazaba el virus animaba a la población a participar en las manifestaciones convocadas con motivo del día de la mujer. Me acuerdo de esos dos o tres casos diagnosticados que, como mucho, íbamos a tener en España, según la persona a la que nuestras autoridades situaron al frente del organismo encargado de controlar la epidemia. Me acuerdo de que, sólo cinco días más tarde, el 13 de marzo, ese mismo gobierno anunciaba la decisión de encerrar en sus casas a todo el país. Me acuerdo de que este abrupto giro de los acontecimientos, esta vertiginosa transición desde el «aquí no pasa nada» hasta la aprobación de un estado de alarma que a la postre resultó ilegal, hubiera debido quedar como uno de los hechos más extraordinariamente aleccionadores de nuestra historia reciente y, sin embargo, no fue así.

Me acuerdo de que lo vino que después fue una continuación del reinado de la imprevisión, la ineptitud y la mentira. Me acuerdo de la eficacia con que se supo accionar la palanca del miedo para crear una atmósfera propicia a los abusos del poder. Me acuerdo de la suspensión de un amplio catálogo de garantías democráticas. Me acuerdo del fomento de un clima de histeria colectiva con el objeto de convertir a la mitad de la población en eventual delatora de la otra mitad. Me acuerdo del inmenso, monumental descalabro económico, de la angustia de tantas familias que de golpe se quedaron sin ingresos. Sobre todo me acuerdo de la agonía y la muerte de miles de personas, ancianas en su mayor parte, a las que se privó en ese trance último del consuelo de sus seres más cercanos. Me acuerdo de que todo este encadenamiento de desbarajustes aconteció bajo la machacona insistencia de velar por la preservación de nuestra salud, de «derrotar al virus», como se puso de moda repetir entre los mismos portavoces oficiosos del régimen que unas horas antes del confinamiento todavía se mofaban desde los platós de las televisiones amigas de quienes se atrevían a sugerir la conveniencia de adoptar algún tipo de cautela.

Me acuerdo de cómo el 8-M sirvió para demostrar que estamos en manos de una clase gobernante para la que no existe nada más importante que la ideología. Me acuerdo de que podrían haberse evitado muchas muertes con tan sólo seguir el ejemplo de esos otros países que ya en fechas anteriores habían cancelado eventos similares. Me acuerdo de que se nos aseguró, algún tiempo más tarde, que la situación estaba en manos de comités de expertos que luego resultaron inexistentes. Me acuerdo de que, en el transcurso de los meses que siguieron, las amables fachadas alusivas al gobierno que cuida de la gente iban a quedar trágicamente desmentidas por la tozudez de unas cifras que, incluso maquilladas, nos situaban a la cabeza de los países que peor estaban gestionando la pandemia.  

Me acuerdo de mis hijos y de todos los niños que como ellos estuvieron tres meses sin salir a la calle, mientras se concedía a las mascotas el privilegio de poder hacerlo. Con un estupor que aún no remite, me acuerdo de una sociedad que encajaba cada manipulación y cada nueva restricción arbitraria con una impasibilidad asombrosa. Me acuerdo del «salimos más fuertes» en las portadas de casi todos los periódicos, al final del confinamiento, esa exhibición sonrojante de optimismo impostado, ese eslogan infantiloide y mentiroso con el que se intentaba lavar la cara de una gestión lamentable. 

Me acuerdo de cómo luego, cuando volvimos a la relativa normalidad de la vida cotidiana, se fue trazando una línea que en nuestras conciencias separaba a los sanos de los enfermos, y de cómo el miedo que nos habían inoculado nos llevaba a segregar a estos últimos. Me acuerdo de cómo se aprovechó la polémica en torno a los no vacunados para, sin ninguna base científica, crear una nueva clase de apestados que de golpe pasaban a constituir una amenaza social, una expresión de disidencia intolerable a la que había que desposeer de sus derechos y expulsar fuera del marco de la convivencia.      

Me acuerdo de algunas cosas, sí. Y también me acuerdo de aquellas palabras proféticas de Houellebecq en mitad de lo peor de la catástrofe: «El mundo después de la pandemia será el mismo, sólo que un poco peor». Ahora ya estamos en ese mundo y no sé hasta qué punto nos damos cuenta de que, en efecto, es un poco peor. Faltan los que no sobrevivieron al virus. Y junto al testimonio ejemplar de tantas personas que dieron lo mejor de sí para ayudar a los enfermos, también hemos asomado al rostro de un tiempo en el que toda negligencia y toda indignidad parecen posibles

Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

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