Por Jorge G. Castañeda
El cambio de tripulación en la Secretaría de Economía coincidió estos días con un par de anuncios importantes, ambos sobre las consultas solicitadas por Estados Unidos a propósito de las violaciones mexicanas al T-MEC. Primero, López Obrador afirmó que Washington ya se había desistido de recurrir a un panel de solución de controversias, y que un acuerdo era inminente. Luego, la Oficina de la Representación de Comercio del gobierno de Biden respondió que no era así: seguían buscando un acuerdo con México, pero de no lograrse, se reservaban el derecho de exigir la formación del panel.
Existen dos explicaciones de la afirmación de López Obrador. La primera, que en el fondo resultaría preferible, es que de nuevo, como en la negociación final del T-MEC, no entendió lo que sucedía, por no escuchar, estudiar, o siquiera leer las tarjetas que le preparan. Creyó que al concluir el período inicial de consultas de 75 días, y al aceptar Estados Unidos una prolongación de ese plazo, ya no habría panel. Pensó, asimismo, en esta hipótesis, que podía mantener la posición intransigente que la secretaria de Economía saliente le atribuyó en una entrevista a la Secretaría de Energía. López Obrador se habría sentido en condiciones de hacerlo, y de sustituir a una abanderada de cierta flexibilidad por una de línea dura, precisamente debido a su interpretación equivocada de la aceptación norteamericana de extender el período de consultas.
Aunque no es descartable la teoría de la ignorancia e incomprensión presidenciales —no sería la primera vez—, es más probable que en Palacio Nacional se haya adoptado la teoría de Mutual Assured Destruction (MAD), o la destrucción mutua asegurada, en la que descansó el equilibrio termonuclear entre Estados Unidos y la URSS durante la Guerra Fría. Consistía en una premisa sencilla: si un país atacaba al otro con armas nucleares, el otro conservaría después de una primera embestida suficientes ojivas en submarinos o en tierra para responder, y ambas naciones quedarían aniquiladas. Mejor no moverle.
No es imposible que López Obrador piense lo mismo sobre el T-MEC, tal vez sin conocer a fondo la teoría de MAD (que también significa enojado o loco). Si Estados Unidos exige ir al panel, sabiendo que allí pierde México, y luego aplica aranceles a productos mexicanos por el valor de las inversiones norteamericanas afectadas en México, la economía mexicana se vendría abajo. Millones de mexicanos partirían hacia el norte, el gobierno de López Obrador se debilitaría y combatiría aún menos al narco, aumentarían los embarques de fentanilo, y le resultaría difícil hacerle el trabajo sucio a Washington en materia migratoria —ahora con venezolanos—, las demás inversiones estadunidenses también se verían amenazadas. En una palabra: la catástrofe. Ante esta perspectiva, en Washington habrían concluido que resultaba mejor no moverle.
Y en efecto, eso creen muchos funcionarios de Estados Unidos. A Biden no le conviene presionar a López Obrador, no por motivos electorales —la suerte ya está echada para los comicios de noviembre y al partido del presidente le puede ir muy mal— sino por las razones estratégicas de toda la vida. El interés primordial de Washington en México consiste en la estabilidad política, económica y social mexicana, y ninguna inversión, por importante que sea, mata ese interés. Si México se embarca en una aventura suicida, no hay que seguirlo, porque también perjudica enormemente, aunque no destruya, a Estados Unidos. Biden puede darse el lujo de pedir consultas, pero no de aplicar aranceles y destrozar la economía mexicana.
López Obrador sabría todo esto, aunque sea intuitivamente. Por lo tanto estaría aplicando la teoría de MAD, porqueintuye que Biden la comparte. Estaría retando a Washington: “Andale, dispárame, y luego a ver qué haces con mi cadáver”. Cuenta con que Estados Unidos sabe que México es demasiado importante para dejarlo en manos de los mexicanos. En una de esas le sale la jugada, con el equipo negociador que sea. Porque no hay tal equipo: sólo él.