MIAMI.- Un artículo de Ernesto Pérez Chang para CUBANET hace una radiografía de la violencia en Cuba. Reproducimos el texto:
“¡En qué lugar tan diabólico estamos viviendo!”, escuché decir a una mujer cuando comentaba con otras personas el asesinato de una familia en Matanzas, provincia cuyo nombre pareciera evocar lo que recientemente ha sucedido, en tanto en los últimos tiempos no ha dejado de ser escenario de las peores tragedias acaecidas en la Isla.
Y aunque los hechos parecieran no tener relación, la mujer, ahogada en llanto, muy sabiamente explicaba el marcado sesgo de violencia que atraviesa tanto este acto sangriento que ha conmocionado a los cubanos como aquel otro, del incendio de unos depósitos de combustible, cuando alguien igual se comportó como un asesino de sangre fría, sabiendo del alto riesgo de muerte que corrían sus soldados, de lo inútil de la operación, pero aun así envió a una muerte segura a bomberos inexpertos, casi niños.
En esa orden absurda, malintencionada, de un jefe militar —dada quizás solo por quedar bien con unos “superiores” ahora igual de culpables— hay crimen, y hay violencia, aunque estos han sido perdonados en tanto las “reglas del juego” dicen que “una orden se cumple, no se discute”.
Pero es innegable no solo la violencia implícita en el hecho, como parte de una “cultura” que rige nuestras relaciones con un poder altamente militarizado y que no se oculta para imponerse sino, además, la “naturalidad” con que muchos asumen que nuestra realidad sea violenta, en tanto así fueron entrenadas sus mentes, es decir, en obtener lo que queremos por medio del garrote: te apaleo y te encarcelo para que pienses como yo o para que al menos te calles la boca; te apaleo y te encarcelo para que no solo te encierres en tu casa sin protestar sino para que, además, ni siquiera te asomes a las redes sociales para decir algo en contra mía.
Así de violento es nuestro día a día, y precisamente esta “cotidianidad” es la que nos vuelve totalmente ciegos ante la violencia que nos rodea, sin poder percatarnos de que tanta apatía, silencio, conformismo, obediencia, tanta resignación y éxodos, tanta “ceguera” a conveniencia y tantos oportunismos no son más que subproductos de esa violencia que ha minado nuestro cuerpo social, y que se expresa en todos esos crímenes que no comprendemos porque no les encontramos “explicación humana”.
“Si me piden que apalee a mi vecino por ser opositor, lo hago; si me piden que participe en un acto de repudio, que declare en contra suya, lo hago para quedar bien con el poder, sí, pero más por no perder la “jabita” del mes”. Así piensan muchos en Cuba, y aunque algunos de los que no se sienten aludidos quisieran tomar distancia de esa “cultura de la represión”, igual no están divorciados de aquellos otros si fuesen de los que se pelean en las colas por comida o de los que, ante los jefes, sacan los trapos sucios de sus colegas para lograr “salir de misión” y hasta por un fin de semana en un campismo.
Nos han inoculado la violencia, nos han arrebatado la vida, la honradez, la compasión, la empatía y la libertad con ella, y ahora con los años ni siquiera nos damos cuenta de hasta qué punto rige nuestras vidas, aun cuando no nos reconozcamos violentos ni reconozcamos la violencia que recorre tanto el asesinato de una familia, la muerte de unos chicos por la malévola decisión de un jefe prepotente, como el apaleo, escarnio, encierro o destierro de inocentes solo porque piensan y se expresan contrario a lo que el poder impone con violencia.
Una mujer joven, su esposo y el hijo pequeño de ambos han sido destrozados a machetazos por un vecino exmilitar (un detalle que para nada deberíamos despreciar en los análisis), “amigo” de la familia, en un pequeño pueblito donde pareciera que tal violencia jamás llegaría porque algo tan horrendo, según los medios de prensa del régimen, solo sucede en otros lados, bien lejos de Cuba.
Pero quienes vivimos aquí y ahora, sabemos que machetazos y puñaladas se sobran en nuestros barrios, que los asaltos y robos están sucediendo a plena luz del día, en tanto a la Policía le interesa más vigilar a la dama de blanco que marcha pacíficamente, al señor que graba con su teléfono un exceso o un abuso, que al delincuente “potenciado” (más que “en potencia”), y no otro “alien” que no sea ese “buen vecino” nuestro, capaz de agredirnos con piedras y palos si alguien se lo ordenara, y si con esa “muestra de lealtad” le dejaran hacer lo que quiera.
La violencia se eleva en nuestro entorno porque algunos han propiciado que sea así, a conveniencia, aunque ahora se percaten de que ese monstruo, con hambre y ansioso por escapar de su amo, se les ha ido de las manos, gritando a los cuatro vientos un mensaje aterrador, y es que nadie está a salvo.