CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
Los resultados electorales se están viviendo como una enorme sorpresa. Los análisis posteriores han agotado el campo de la interpretación. Y aún así, el estupor persiste. El fiasco generalizado de los vaticinios demoscópicos ha jugado un papel fundamental: crearon unas expectativas que finalmente resultaron irreales. Pero había además, al menos en la superficie, un ambiente social de hartazgo, un repudio casi visceral hacia la mentira y la incompetencia gubernamentales que a la hora de la verdad no se ha traducido en un cómputo suficiente de votos. Como consecuencia de estos incumplimientos, la euforia y el desánimo se han repartido de manera inversa a lo previsto. Ha emergido, desde un prisma emocional, un panorama si cabe todavía más fracturado que el que ya existía con anterioridad a los comicios, y sobre el que cabría ahora posar una mirada lo más desapasionada posible para llegar a la conclusión de que ni los unos disponen de excesivos argumentos sobre los que sustentar su euforia ni los otros tienen motivos radicalmente novedosos con los que alimentar su decepción.
Todo esto se entiende mejor si volvemos la vista hacia el escenario previo a la contienda. Ampliemos el foco y partamos de una premisa de riesgo: la inexistencia de España a lo largo de las últimas décadas. No aporto ninguna novedad. Desde hace tiempo, son cada vez más numerosas las voces que, desde distintos enfoques, coinciden en denunciar el modo en que el aparato del Estado se viene utilizando para socavar la idea de nación. ¿Pero qué significa esto? En primer lugar, el arrasamiento del suelo común sobre el que debería asentarse la convivencia. Es decir, la destrucción de la mínima trama de afectos sin la cual resulta imposible acometer empresas de cierto calado. Se trata del fracaso del proyecto de nación no como objeto de idolatría, sino como marco integrador de lo diverso. Es la sustitución de la tentativa de armonizar intereses variados y sensibilidades heterogéneas, amalgamados en virtud de una determinada noción de continuidad histórica, por una dinámica de enfrentamientos constantes. Detrás de ello, invariablemente, la voracidad expoliadora de ciertas oligarquías a las que esta estrategia de confrontación les garantiza la preservación de sus privilegios.
Sin embargo, la mención a las oligarquías no pretende circunscribirse a los llamados nacionalismos periféricos. Todo régimen político es oligárquico. La característica distintiva del nuestro —y sin la cual no se entiende la profunda decadencia en que nos encontramos— es la saña con que la mayor parte de nuestra clase dirigente se ha consagrado en estos últimos años al desmantelamiento del edificio que debería albergarnos a todos. Unos por acción (la burguesía secesionista y la izquierda antiespañola, fundamentalmente) y otros por omisión (el liberalismo-siempre-reformista y la derecha más acomplejada), el resultado de esta labor conjunta de zapa es el actual paisaje de ruinas, una intemperie habitada por seres atomizados, huérfanos de una visión que los aúne.
Esta caída en la desafección es, como no podía suceder de otro modo, el panorama que mejor conviene a unas élites políticas, económicas y mediáticas que, sirviéndose de la retórica legitimadora del progreso, prosperan a través de la división. No hay salida al profundo abismo en que nos encontramos hasta que dichas élites no sean licenciadas. Porque son esas élites las que han impulsado el proyecto de deconstrucción nacional en curso. Son ellas las que han empleado el trampantojo de los derechos sociales, las leyes ideológicas y las políticas identitarias con el propósito último de enajenar a la población de la verdadera realidad de sus problemas y de la inminencia de un futuro que se anuncia implacable. Son, en fin, estas mismas élites las que han diseñado y mantenido un régimen donde los partidos políticos patrimonializan la vida pública, no existe separación de poderes y —con un impudor que ya no escandaliza a nadie— se procede a la compra masiva de voluntades y a la consolidación de unas estructuras orgánicas de apoyo al poder que en el caso de la intelectualidad y la cultura que medran al amparo de las subvenciones adquiere un nivel de intensidad particularmente sonrojante.
Cínicos y profundamente mediocres, cerrados sobre sí mismos, la inmoralidad y la desvergüenza de estos grupos de poder han convertido su quehacer cotidiano en un rutinario reparto del botín. No se puede decir que les haya ido mal. Siempre han sabido encontrar un chivo expiatorio con el que eludir sus responsabilidades. Además, a través de la imposición de un marco mental único, han acertado a transformar el vacío inmenso que deja la pérdida del sentimiento de comunidad en un clima de delirio ideológico idóneo para azuzar a las masas, decretar la expulsión del disidente y degradar la toma de postura respecto a cualquier suceso de naturaleza política a una pura manifestación del instinto.
Así pues, convendría que quienes ahora creen que tienen algo que celebrar refrenaran un poco su entusiasmo. En términos reales, el legado al que nos enfrentamos resulta desolador. «Las élites españolas —ha escrito lúcidamente Esteban Hernández— se han comportado como esos hijos de la nobleza que viven de un patrimonio familiar que imaginan inagotable hasta que los acreedores comienzan a llamar todos los días a la puerta». Pues bien, el momento de saldar la deuda ha llegado. Cabe temer que los sacrificios que se nos vayan a exigir sean enormes. Habrá que ver si una sociedad quebrada y muy mermada en sus recursos materiales e intelectuales, que ha experimentado una pérdida absoluta de su soberanía económica, una cesión parcial de su autonomía política y un paulatino desvanecimiento de su identidad cultural acierta de una vez por todas a tomar las riendas de su destino. Ahora bien, es éste un horizonte que puede que abarque años, más de una generación incluso. Entretanto, y a fecha de hoy, no existe otra tarea que seguir monitorizando la debacle.