Edgar Cherubini Lecuna,
El historiador Yuval Harari (Sapiens, 2014; Homo Deus, 2015), augura para el mundo un escenario preocupante que debería llamarnos a la reflexión: “Las tecnologías, el conocimiento y la información están ampliando las desigualdades entre una clase de superhombres con mayores capacidades y posibilidades y el resto de la humanidad, la casta de los inútiles”. Esto ya es una realidad en Venezuela, ya que mientras otros países, muchos de ellos pequeños, sin petróleo ni fuentes de energía, se preocupan por invertir y desarrollar el conocimiento, retener y atraer a los mejores talentos, buscar la excelencia en sus campus universitarios, nutrir la cultura y las artes, potenciar la agroindustria, desarrollar startups, pequeñas y medianas empresas dedicadas a la innovación tecnológica, acelerar el desarrollo de las ciencias vivas, desarrollar energías alternativas, hacer emerger las ciudades del mañana mediante diseños urbanos sustentables, alentar economías de nicho, promover políticas públicas eficaces, empoderar al ciudadano, invertir en el desarrollo informático, en la investigación biomédica, en la gestión sostenible de los residuos, en fin, todo lo que esta civilización y en especial las sociedades democráticas están demandando de sus gobiernos, Venezuela, un gigantesco territorio pletórico de recursos y de gente buena, se ha quedado rezagada de la economía global, de las nuevas tendencias del desarrollo, de las innovaciones y en general de la creatividad que emerge de una sociedad del conocimiento, fundamental para enfrentar los retos que representan los nuevos paradigmas de la civilización. Este desgarramiento que viene sucediendo desde hace 25 años lo ha liderado una casta de inútiles en alianza con militares gorilas y el crimen organizado, haciendo retroceder al país a etapas primitivas. Según J. E. Cabot: “Aquellas naciones que siguen tratando de competir vendiendo materias primas sin conocimientos, son cada día más pobres. Una economía no solamente puede mover la riqueza física, reservas e inversiones, sino que también puede mover la riqueza intelectual (Los imperios del futuro, 2006). Una sociedad que no se encuentre en este momento ensayando modelos alternativos para su futuro, en un franco proceso de reposicionamiento ante un entorno de incertidumbres y amenazas globales, será un país frágil o en vías de extinción. Desde el boom del petróleo en la década de 1970 hasta el presente, estos indispensables temas de desarrollo social han desaparecido del imaginario colectivo. Políticos y gobernantes, han obviado reflexionar y debatir sobre modelos desarrollo que no estén basados en la renta petrolera y en las importaciones, debido a que allí están las oportunidades de corrupción y enriquecimiento de una casta privilegiada de arribistas, políticos y militares, asociados a cada gobierno de turno, siendo una de las causas que ha contribuido a la ruina de Venezuela.
Durante la presidencia de Chávez, asistimos perplejos, a la mayor elaboración en nuestros años de historia como nación, de la taumaturgia y la deificación de un Estado petrolero absolutista y rentista. Cuando conversamos con ciudadanos de otros países y les comentamos que Venezuela en el ejercicio de su administración obtuvo ganancias por el comercio del petróleo de US$ 600.000 millones, no salen de su asombro al enterarse del desesperanzador cuadro de pobreza, escasez, improductividad y marginalidad en todos los indicadores del desarrollo y la economía mundial que exhibe nuestro país. El chavismo lo que hizo fue potenciar aún más el endeudamiento, el rentismo y la corrupción. El ingreso petrolero no se reinvirtió en un desarrollo sustentable para lograr la independencia económica, industrial y productiva, mucho menos para sentar las bases de una sociedad del conocimiento. Tampoco se utilizó para empoderar al ciudadano para que éste emprendiera su propio desarrollo y progreso individual, por el contrario, se lo robaron y despilfarraron hipotecando el futuro del país, convirtiéndolo en un paria del progreso humano y a los ciudadanos en mendigos.
Una nación se construye todos los días
La verdadera lucha es por un cambio de paradigmas. Como lo afirma el pensador Buckminster Fuller: “No podrás cambiar las cosas luchando contra la realidad existente. Para cambiar algo, debes construir un nuevo modelo que haga obsoleto el modelo actual”. Entre los factores para lograr la reconstrucción del país y sacarlo del encasillamiento de ideas obsoletas, es imperativo reposicionarlo, hay que pasar de ser un petro-Estado rentista a un Estado emprendedor. La tarea más urgente es la de ensamblar las individualidades para reconstruir el escenario político venezolano, para posicionarlo en el mundo del siglo XXI.
Durante 25 años el régimen ha destruido la capacidad de cohesión social al utilizar un lenguaje de odio, reduccionista, excluyente y pervertido. El lenguaje político fue demolido y junto con éste se extinguieron la democracia, las instituciones y su sistema de libertades y derechos, de progreso individual y colectivo en un despropósito desatinado y nihilista. Hoy contemplamos a una nación destruida, arruinada física y moralmente en manos de la corporación criminal que usurpa sus instituciones, pero hay que añadir a esto las consecuencias de no haber construido durante la era democrática un concepto que unificara al pueblo en un destino común de nación. Recuperar la voz crítica de las ideas, es recuperar la política, cada día se hace más urgente. En este presente desacertado y dramático, por encima de los cogollos partidistas y de la casta de inútiles surgen voces esperanzadoras que auguran nuevos liderazgos. Benedict Anderson (L’imaginaire national, 2006), aporta una definición que motiva a la reflexión: “Una nación es una comunidad política imaginada”. Esto quiere decir que una nación no es un hecho en sí, algo consumado, sino la permanente construcción de un ideal. Una nación es la unión psicológica de un pueblo que toma conciencia de un destino común. Ernest Renan, en una conferencia pronunciada en la Sorbona el año 1882, titulada Qu’est-ce qu’une nation?, afirmó en ese entonces: “Una nación es un alma, un principio espiritual”. En Venezuela, hay que comenzar por la reconstrucción de las instituciones y los valores humanos, para poder lograr la democracia, la libertad, la igualdad y la justicia social. Pero estas palabras son tan solo una representación ideal. Como dice James Baldwin (Nothing Personal, 1964), “La realidad detrás de estas palabras depende, en última instancia, de lo que todos y cada uno de nosotros creamos lo que realmente representan, depende de las decisiones que uno esté dispuesto a tomar, todos los días”. Supeditar la política a la ética es el único terreno sólido desde donde tomar esas decisiones. Una nación, al igual que un individuo, se construye todos los días. Sobre esto último, Hubert Peres (État, nation(s), religion, 2023) reafirma la importancia de participar en “una comunidad de destino”, compartida por sus miembros más allá de los desacuerdos políticos y de la diversidad social. El sentimiento de que el destino individual solo es posible cumplirlo unido al de los otros, aunque piensen diferente a uno, forma parte de la construcción de una nación, que al final no es sino la suma del aporte de las convicciones, fidelidades, solidaridades y las narrativas personales que cada uno de sus ciudadanos desarrolla en libertad e igualdad.
Mediante un franco reposicionamiento, en pocos años el país puede alcanzar el desarrollo. Esto solo será posible en democracia, con la participación y voluntad política de mentes lúcidas que decidan corregir el rumbo incierto que ha predominado hasta el presente. Habría que comenzar por superar la pobreza mental imperante durante todos estos años (tanto del chavismo como de una parte de la oposición) y buscar un terreno común para el establecimiento de unas reglas de juego claras para salir del cul-de-sac donde nos han conducido. De acuerdo con George Steiner “no nos quedan más comienzos”, por eso, a la esperanza hay que ponerle nombre, posicionamiento, estrategias, conducción, ideas y programas, para hacer posible el renacimiento y la reconstrucción de la nación a la que aspiramos y merecemos.