martes, noviembre 19, 2024
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No somos un número

CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,

Un colega me refiere una anécdota de trabajo que, proyectada sobre un contexto más amplio, podría sernos útil para describir el nervio de la época. Durante una de sus clases en uno de los niveles superiores de la ESO, los alumnos leyeron un texto sobre la transformación por medio de la cual, en el curso de las ultimas décadas, la tecnología ha revolucionado nuestras vidas. Dado que uno de los elementos programáticos de la pedagogía posmoderna consiste en la transferencia de los métodos de formación de los alumnos desde procedimientos tildados de «tradicionales» hacia otros en los que lo tecnológico desempeña un papel preponderante, resulta sencillo deducir que el texto en cuestión no escatimaba elogios al abanico de posibilidades que los nuevos dispositivos digitales ponen a nuestro alcance. Como único elemento disfuncional, el texto mencionaba el riesgo de que un uso abusivo de las pantallas repercutiera en una merma progresiva de nuestra capacidad de atención.

Mi colega quiso saber entonces si sus alumnos estaban de acuerdo con la tesis que el autor del texto defendía. El asentimiento fue unánime. Entonces, evitando introducir de manera directa su propia valoración, les proporcionó un dato. Les contó que algunos de los más eminentes artífices de nuestra era tecnológica envían a sus hijos a colegios privados donde los métodos de enseñanza prescinden de todos esos artilugios con cuyo diseño y comercialización sus padres se lucran inmensamente. Les informó de que incluso hay entre ellos quienes al contratar a una persona que se encargue del cuidado de sus hijos le obligan a firmar una cláusula que prohíbe, bajo amenaza de despido, el uso de teléfonos móviles en presencia de los niños.

Tras este somero aporte de información, el profesor invitó a sus alumnos a que reflexionaran acerca de los motivos que podrían explicar una actitud tan paradójica. ¿Acaso era posible que el uso de la tecnología encerrara riesgos adicionales y mucho más graves que los que el texto mencionaba? ¿Podría suceder que quienes trazan los límites del universo digital, precisamente porque conocen los peligros que entraña para las edades más tempranas la excesiva familiaridad con el hábito de la navegación por internet y el uso compulsivo de las redes sociales, quisieran mantener a sus hijos al margen de un mundo erizado de tentaciones? Los instantes que siguieron a la formulación de estas sencillas preguntas marcan un punto de inflexión. Suponen el alumbramiento de una duda crucial: la duda acerca de si todo lo que recibimos a través de canales a los que suponemos investidos de prestigio merece nuestro crédito.

Así, una clase que podía haber transcurrido por cauces anodinos se transformó en un tímido pero significativo despertar de la conciencia. Para pasar de un estado de recepción pasiva de información empaquetada a otro de cuestionamiento activo de los contenidos que unos minutos antes se habían dado por buenos, sólo se necesitaba el estímulo adecuado y unos breves instantes de instrospección. Pero no sería justo achacar la impericia de los adolescentes a una eventual inmadurez de su inteligencia. Porque lo que les sucedió a ellos, ese primer impulso de plegarse en bloque y sin fisuras a los contenidos que su libro de texto les suministraba, no difiere de las pautas por las que hoy se rige buena parte de la sociedad.

El adormecimiento en que vegetamos, la indiferencia ante hechos que, de no revertirse, acarrearán consecuencias gravísimas en un futuro cercano, tiene su origen no en un régimen de censura que nos prive de conocer lo que está ocurriendo a nuestro alrededor, sino, muy al contrario, en una sobreacumulación de datos que acaban por sumirnos en un estado de lastimosa abulia intelectual. La saturación de sucesos estrepitosos, el ininterrumpido encadenamiento de escándalos y abusos perpetrados por nuestra clase dirigente y exhibidos con una desvergüenza obscena, en lugar de abocar a una reacción de potente e indignado civismo, culmina en una apatía letal, en un decaimiento de la voluntad colectiva que confirma el perfil que traza Gilles Lipovetsky del hombre de hoy, cuando escribe: «El hombre indiferente no se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende, y sus opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas».

Históricamente, los avances de nuestra cultura se han basado en el mantenimiento de una tensión fructífera entre el genio individual y la potencia aglutinadora de lo colectivo. Sin embargo, hace ya algún tiempo que las fuerzas que persiguen la colectivización total del conjunto de los órdenes de la vida y la reducción de nuestra identidad más profunda a la dimensión impersonal de un número han impuesto su designio. Ya rara vez ejercemos como seres dotados de una individualidad reflexiva, sino que, de un modo instintivo, buscamos identificar el parecer de la mayoría –un parecer inducido por quienes manejan la inmensa maquinaria consagrada a la deformación de la realidad- para adherirnos mansamente a él. No sólo nos hemos vuelto mucho más vulnerables a las mentiras, sino que cuando éstas salen a la luz optamos muchas veces por permanecer en una actitud de estricta imparcialidad moral que no es en definitiva sino el correlato preciso a la indignidad y la desfachatez en que viven instalados quienes se dedican a propagarlas.

No creemos que nada sea trágico ni trascendente ni digno de una singular reverencia o cuidado. Así, permitimos que un muy breve margen de tiempo, un puñado de arribistas, profesionales del mercadeo político y sin otra destreza conocida que la astucia para enmascarar su propia condición inane, pongan patas arriba los fundamentos mismos de la convivencia. Nuestro yo interior, modificado por las ingenierías sociales, gelatinoso y propenso a la docilidad, se transforma en terreno propicio para la germinación de la tiranía. Sumidos en el sopor estupefaciente de los acontecimientos del día, ensordecidos por el estruendo de tanta agitación, no nos percatamos del suave deslizamiento que nos conduce por la pendiente de la irrelevancia.

Pero no somos un número. Sigue habiendo, en el interior de cada cual, un alma, una conciencia y una noción de la propia dignidad que, para despertarse, quizá sólo aguardan el instante y la pregunta adecuados. Es en ese reducto íntimo, en su capacidad de resistencia al signo desquiciado de este tiempo y al poder avasallador de los que buscan sofocar cualquier conato disidente, donde deberíamos depositar los últimos vestigios de nuestra fe.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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