ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
La lectura del cuento La carta robada de Edgar Allan Poe me ha dejado la sospecha de que la solución a los problemas más arduos nos la esconden a menudo con una ladina eficacia a la vista de todos en el lugar más preponderante. Puede ser el caso de los actuales disturbios del Reino Unido, provocados por la muerte de tres niñas… y por años de inmigración descontrolada, con episodios especialmente apabullantes, como aquellos abusos sistemáticos, mafiosos y pedófilos de Rotherham, cuando la policía inglesa miró a otro lado para no ser acusada de racista. La gente corriente ha dicho basta y se han echado a la calle.
Los medios oficiales (esto es prácticamente todos), los políticos y las fuerzas de orden público están arremetiendo contra este movimiento ciudadano espontáneo y desesperado. Nos lo presentan como actos de extrema derecha que merecen repudio y represión. Y puede que se haya llegado a algún extremo y que se estén haciendo generalizaciones de brocha gorda y proponiendo soluciones inviables. Por supuesto, la situación es tan sangrante y clama tanto al cielo, que esas exageraciones se quedan cortas y las comparaciones salen prácticamente solas.
Sin embargo, aprovechemos la distancia y no olvidemos nosotros la carta de Poe. ¿No es extraño que los gobiernos occidentales y los partidos mayoritarios no propongan y arbitren soluciones sensatas a este clamor popular, que irá creciendo? Es su obligación. A ver si es el vecino desesperado y con miedo el que tiene que hilar fino… Los responsables podrían hacer honor a su nombre y reconocer: «En efecto, esto se ha ido de las manos». La deportación masiva es impracticable por cuestiones cuantitativas (hablamos de millones y muchos de ellos con nacionalidad adquirida) y cualitativas (ni la raza ni la religión pueden ser criterios para la deportación); pero pueden hacerse muchas cosas, que calmarían inmediatamente las aguas. ¿Ejemplos? No ponerse sistemáticamente en contra de quienes legítimamente protestan, volcando contra ellos la violencia policial y mediática que no se gasta con los delincuentes. Blindaje de las fronteras. Tolerancia cero con la inmigración ilegal, que implicará deportación inmediata. Corte automático del efecto llamada mediante prohibición de ayudas públicas y de servicios gratuitos a ningún emigrante ilegal. ¿Es suficiente? No. Endurecer el Código Penal para que cualquier infracción del ordenamiento implique una condena real que transmita a la sociedad en su conjunto que los poderes públicos se toman en serio su función de protegerla. Los emigrantes tendrían que asumir el ordenamiento legal, ético, consuetudinario y cultural del país al que vienen. Como precisa con el tino que le caracteriza David Cerdá, no tendrán que compartirlo, pero sí respetarlo. Nuestros complejos de inferioridad culturales o civilizatorios han de ser cortados de raíz y no ser alentados por la propaganda política, la publicidad de las grandes compañías o la demagogia irresponsable del buenismo, que es la banalidad del bien.
Un gobernante o unos partidos mayoritarios que arbitrasen con toda honestidad y urgencia esas medidas acabarían de inmediato con la rabia de la ciudadanía indefensa, además de cumplir con su deber básico. Son cosas de sentido común, que no implican ningún racismo ni ninguna condena a la gente honrada de cualquier grupo. Redundarían en una sana convivencia y son la única posibilidad de integración a la larga. ¿Por qué no se toman?
Mi sospecha, a lo Poe, es que prefieren unas masas enfurecidas que cometan excesos verbales y algún acto dudoso, y que los partidos de la derecha alternativa se vean empujados, por su propia soledad, a concentrar su discurso exclusivamente en este problema apremiante, en vez de presentar toda una batería de soluciones en todos los ámbitos políticos y sociales. Los partidos mayoritarios, empujando a la gente desesperada a la exacerbación, los aísla, y los controla. Los utiliza (los sacrifica) para caricaturizarlos y hacer un cordón sanitario a la derecha alternativa, a la que se le encierra también en un discurso monocorde.
Ya he dicho que la ira de los justos hay que entenderla, pero, mientras podamos, hay que exigir medidas sensatas a los gobiernos. Ponerles delante del espejo que colgaremos delante de su carta robada. ¿Por qué no ponen soluciones a un problema evidente que crece mes a mes y que asusta con razón a cada vez más ciudadanos? Nos quieren instintivos e histriónicos, fácilmente ridiculizables; tenemos que ser valientes y exactos, difícilmente manipulables.