Carlos Marín-Blázquez,
En el sur, noviembre significa la llegada del otoño. Octubre trae consigo una expectativa de renovación que rara vez nos satisface. Es cierto que los días parecen acortarse y que el paulatino declive de la luz nos sugiere la conveniencia de adentrarnos en un tiempo nuevo, propicio a las rutinas del hogar y a la búsqueda de ese apaciguamiento que, tras un verano inclemente, encontramos en el interior de ciertos espacios que veneramos. Pero a pesar de las primicias que nos depara (algunos días de cielos emborronados, rachas de un viento de improviso hostil, amagos de una lluvia que no acaba de romper), octubre, en el sur, es a todos los efectos la prolongación de un estío que se resiste a marcharse.
Noviembre, en cambio, llena de matices distintos el paisaje. Hay una profusión de ocres y dorados en los árboles que se desprenden de sus hojas, y la constatación repetida de ese despojamiento traslada a nuestro ánimo una disposición ligeramente ascética. Comprendemos que la naturaleza vuelve a su regularidad cíclica, que la opulencia y el esplendor de aquello que nace encuentran siempre el contrapunto necesario en la manera —a veces tan enfática— en que se manifiesta su agotamiento.
Llega así, junto con noviembre, el recuerdo de nuestra propia caducidad. También nuestras vidas se deslizan hacia su ocaso; también nuestros días transcurren sujetos a un límite cuyo alcance exacto desconocemos. El ritmo desquiciado que nos impone una existencia orientada al cálculo de la rentabilidad oscurece el cariz de las realidades más obvias. La certeza de que un día ya no estaremos entre los nuestros, de que a poco que transcurran unos años seremos apenas una sombra en la memoria de alguien que quizá vivió una parte de su existencia muy apegado a nosotros apenas nos suscita una punzada de melancolía, un pasajero estremecimiento de asombro.
¿Qué nos ha ocurrido? En razón de un mundo diseñado a la medida de los grandes entes que vampirizan nuestra atención, hemos sido enajenados de unas cuantas verdades sustanciales. Pero son esas verdades las que constituyen el núcleo cierto de nuestra humanidad más firme. Se trata de algo que supieron bien nuestros ancestros. Los antiguos griegos inventaron la tragedia para recordarse a sí mismos que el destino del hombre está sujeto a fuerzas que le sobrepasan y que su vida se enaltece en la medida en que, sabiendo que se enfrenta a un final anunciado, decide pese a ello combatir hasta agotar las últimas fibras de su resistencia. También la literatura posterior compone un muestrario de tópicos que, atravesando los siglos, levantan acta de nuestra frágil condición. ¿Eran ellos más infelices que nosotros? Ahogar sistemáticamente el «dolorido sentir» que produce sabernos mortales, ¿nos conduce hacia una dicha más plena?
La época que habitamos, saturada de distracciones, estremecida por una agitación hecha de estruendo y de rabia, nos incita a volcarnos en una carrera extenuante de logros sin medida. Algo así sólo puede sostenerse a costa de la ficción de pretendernos inmortales. El resultado de tal desbordamiento es una sociedad en la que la abundancia material y el bienestar logrados a través de enormes sacrificios pasados y presentes, se compaginan con un desasosiego neurótico y una exacerbación de envidias y resentimientos que vuelven impracticable la convivencia. Las efusiones de júbilo compartido son estallidos que prenden con la misma velocidad que se extinguen. Es cada vez más difícil encontrar a nuestro alrededor síntomas de una alegría sostenida, algo así como el consuelo de una presencia en la que sintamos que se hermanan la lúcida serenidad de una mirada sabia y acogedora con una limpia aceptación de nuestra condición verdadera.
Noviembre comienza hoy y lo hace con una invitación a recordar a nuestros difuntos: su compañía añorada, la deuda imprescriptible que contrajimos hacia ellos. Puede que, en medio de la atmósfera de confort prefabricado en la que se ha acostumbrado a vivir Occidente, la sola mención de la muerte, la muerte real, la que nos toca de manera más cercana y lacerante, resulte un tanto intempestiva, y de ahí que cada vez parezca mayor el número de personas que prefiere pasar como de puntillas por estas efemérides, y ya sólo se aguarda el comienzo anticipado de una navidad hecha sobre todo de lucecitas y escaparates resplandecientes. Pero noviembre, en su transcurrir modesto, casi en sordina, merece también un poco de nuestra atención, quizás incluso de nuestro aprecio. Nos aproxima a la elementalidad de las cosas humanas. Nos recuerda que en el vacío que dejaron los ausentes subsiste todavía, en mitad de un mundo que se despeña hacia el absurdo, una posibilidad para la celebración cuyo tamaño coincide con el de ese hueco, mínimo y tibio, en el que damos acogida a nuestra esperanza.