Hughes,
A Jon, que también lo ha disfrutado
Se acerca el final de la campaña electoral en Estados Unidos y con ello el final de los mítines de Trump, la parafernalia itinerante del Make America Great Again.
Han sido nueve años, que se dice pronto, y hace unos días lo recordaba Trump con un puntito sentimental. Gane o pierda, no habrá Trump 2028.
Sus discursos de campaña empezaron en 2015 y puede decirse que han cambiado el mundo.
Trump es un titán político, un genio de la comunicación, un gran humorista y un orador histórico e inigualable.
Uno de sus últimos mítines será el del Madison Square Garden, este fin de semana. Llenar en su ciudad, como llenó, ya es una proeza. Cuando el conservador William F. Buckley se presentó a alcalde de Nueva York le preguntaron qué haría de ganar y contestó: «¡Pedir un recuento!».
Pero Trump llenó el Madison y los horribles medios dijeron que era (tócala otra vez) «un mitin nazi».
Esto hacía recordar un episodio de la muy neoyorquina serie Seinfeld. Un día Jerry acaba por casualidad en el Madison junto a su amigo George Constanza, al que confunden con el Líder de la Unión Aria. Los toman por nazis y un canal de televisión nacional los rotula así en pantalla. Ese episodio, es curioso, comienza en el aeropuerto con unas imágenes de aviones de Trump. Hay un presagio trumpiano, mundos que se cruzan. Trump no es hitleriano ni mussoliniano, Trump es seinfeldiano.
En esta campaña ha mantenido el pulso de las grandes multitudes. A ellas les gritó su ya eterno «fight, fight, fight» cuando le dispararon. Pero ha introducido otros formatos. Harto de la hostilidad de las televisiones y aconsejado por su hijo Barron, Trump ha visitado los pódcast. Allí ha podido contactar con millones de personas y dar una imagen distinta, matizada. Su entrevista con Joe Rogan acumulaba solo en Youtube más de 34 millones de visitas, y en ella Trump da un tono que ya había mostrado con gente como Andrew Schulz. Distancias cortas, pero no las de los comisariales interrogatorios televisivos. Su voz esta vez era más suave, serena, su modulación más cercana y empática. Se interesaba por el entrevistador y relataba sus anécdotas con autenticidad. No es casualidad que fuera entre humoristas. Trump se ha abierto, ha sido más él con los comedians.
Contó cosas de su vida estos años. Por ejemplo, su fascinación al descubrir la habitación de Lincoln en la Casa Blanca, confesó que como presidente sus dos ocupaciones fueron dirigir el país y sobrevivir, y no por ese orden necesariamente; y reconoció el error de confiar en gente que no conocía, aunque para añadir después, como si le viera lo bueno a las criaturas del «pantano» washingtoniano, que en situaciones así los políticos profesionales son preferibles como opción porque no dan sorpresas, de tan escrutadas que están sus vidas.
La conversación es una delicia de tres horas. Tres horas sin parar un instante. El Trump de los pódcast es la última sorpresa y coincide con el giro entrañable que su figura ha ido dando en 2024. Las balas y los pódcast nos han dado una medida más completa del hombre.
Curiosamente, ha sido en los pódcast (el Trump lo-fi, el Trump unplugged) donde ha defendido su estilo retórico mitinero. Él hace, lo explicó, lo que llama the weave, tejer, el tejido, hilar un tejido narrativo en el que maneja varias cosas a la vez. Cuando dice «weave» hace el gesto de moldear algo con las manos, como un alfarero de historias. Se refiere Trump a sus digresiones. Gracias a ellas sus mítines son entretenidos monólogos cómico-políticos, shows que mueven miles y miles de personas donde la resistencia patriótica se hace festiva, divertida, popular. A Rogan, por ejemplo, le contó de repente el aterrizaje completamente a oscuras del Air Force en Irak o un sitio así, con «los mejores pilotos, los más guapos. Más guapos que Tom Cruise, incluso más altos. Especímenes perfectos». El machista-racista-fascista-homófobo Trump siempre ha sido alguien cotilla y kitsch que podías imaginar en un corrillo de señoras o bromeando con unos amigos gais. Hace muy poco, en otra de sus desvíos narrativos, pasó varios minutos hablando del legendario golfista Arnold Palmer, del que acabó elogiando el también legendario tamaño de su palo no precisamente de golf.
Esto del weave tampoco es casual. Ha sido habitual que el NYT publicara cosas sobre su estado mental, y últimamente hablaban de un declive cognitivo de Trump. Lo dicen los mismos que no reparaban en la calamidad neuromotriz de Biden. «Dicen que divago –se defiende Trump– pero cuando yo dejo un asunto para hablar de otra cosa, luego retorno a él. Mi weave es genius«.
Su energía es asombrosa. «Elon Musk es de otro planeta». Él también. Con 78 años cruza EEUU todos los días, se sienta en una silla, habla tres horas y luego da un mitin en Michigan. Una roca física que come hamburguesas, una mente chispeante. ¿Cómo lo consigue? «La genética de mi padre y el golf».
Debo terminar. Podría hablar horas sobre Trump y lo merecería. Ha sido el protagonista de la más colosal mentira que nos han contado, antecedente de cosas posteriores como el Covid. Se debería escribir sobre las características no estudiadas de su humor, sobre su icónica figura o su voz; cómo, por ejemplo, ridiculiza a Kamala con solo pronunciar su primera sílaba; o sobre su genial manera de capturarlo todo en una frase («Esos molinos de viento están volviendo locas a las ballenas»), o sus imitaciones de los atletas trans levantadores de pesas, o su fanfarronería autoparódica, que nunca le han querido reconocer amparados en la literalidad (qué infierno sería si tomaran nuestras palabras siempre de forma literal…).
Durante estos años, al despertar había en el móvil un rato de Trump de la noche anterior (las MAGAdrugadas); unos segundos jocosos para mover el eje político del mundo. Casi nada. A fuerza de escuchar sus mítines, algunos hemos terminado de entender el inglés. Puedo decir que yo aprendí democracia, política e inglés con Donald Trump, tan inteligible que le entendíamos hasta los no nativos; cómo sería de claro para los de allí…
Los mítines de Trump fueron una humorística vía de escape y a las palabras les fue añadiendo su bailecito, ese movimiento como de gato chino al son del machistísimo YMCA.
No dejó de sufrir ataques y campañas, y las más desesperantes manipulaciones, pero nunca hubo violencia en sus mítines. Como mucho, abucheos a los fake news: buuuuuu…
El weave de sus monólogos, ese rasgo oratorio, se desnudó con Rogan. Se vio más claro allí. Era alguien contándole a un amigo una cosa que llevaba a otra que llevaba a otra que llevaba a otra, pero que al final volvía a la primera: los aranceles. «¿Sabes que para mí arancel es la palabra más bonita del diccionario, más incluso que amor?».