¿Otra vez hay elecciones en Venezuela? La pregunta envejece y se apaga rápidamente. Tal vez ni siquiera llega a ser una noticia. No es una novedad. Ni las elecciones ni su resultado traerán mayores sorpresas. Es una fiesta que necesita demasiadas comillas. Ya está muy vista. No logra emocionar a nadie. Es un remake de un remake de un remake todavía más viejo. Más que decidir entre distintas opciones o candidatos, el único dilema real que parecen enfrentar los ciudadanos es tener que elegir entre votar o abstenerse. Lo demás forma parte de un escenario predecible. ¿Otra vez hay elecciones en Venezuela? ¿Para qué?
Suelen los regímenes autoritarios invocar sus eventos electorales como un argumento contundente ante quienes los acusan de ser dictaduras. Durante la embriagadora bonanza petrolera de comienzos del siglo, Hugo Chávez derrochó elecciones en el más clásico estilo del “tá barato, dame dos”. En menos de dos décadas, el país tuvo más de veinte comicios. Siempre fueron oportunidades magníficas para ejercitar el narcisismo del Comandante y demostrarle al mundo un supuesto excelente average democrático. Esta estadística –que aumentaba el gasto público con cada campaña– disfrazaba puertas adentro el proceso contrario: mientras sumaban elecciones, con terca paciencia el chavismo iba desmantelando la institucionalidad y socavando la frágil democracia del país.
A Nicolás Maduro le tocó una realidad diferente. El descalabro de las políticas de Chávez y la caída de los precios del petróleo desnudaron el espejismo glamoroso de la revolución. Sin dinero y sin carisma es muy difícil sostener en calma el socialismo bolivariano. Muy pronto, los herederos de Chávez comenzaron a imponerse por la fuerza. Crearon un parlamento paralelo y supeditaron a él todos los poderes públicos reeligieron –también de manera inconstitucional– a Maduro como presidente.
Pero la violencia institucional no fue suficiente. Terminaron convirtiendo al Estado en una máquina de guerra en contra de la población. El informe presentado el año pasado por Consejo de Derechos Humanos de la ONU es demoledor, aterrador. No en balde, la Corte Penal Internacional acaba de decidir que hay razones, suficientes y de peso, para investigar al Gobierno de Venezuela por crímenes de lesa humanidad. En este contexto, cualquier contienda electoral parece un poco absurda. Es como subir a un ring de boxeo con un tablero de damas chinas bajo el brazo.
El Gobierno de Venezuela no responde a ninguna exigencia interna. Lo que sucede en el país no le importa nada. Solo se mueve obligado por las sanciones internacionales. Solo la presión extranjera ha logrado que el chavismo regrese a un leve pudor, que vuelva no ya a la democracia sino, por lo menos, a su simulacro.
Por eso mismo, para las elecciones regionales de este domingo 21, se eliminaron las inhabilitaciones políticas que pesaban sobre algunos líderes y partidos. Por eso, el árbitro electoral (CNE) –por primera vez en casi dos décadas– tiene entre sus miembros una representación minoritaria de la oposición. Por eso –también– una misión de la Unión Europea participará como observadora del proceso…Si bien es cierto que, probablemente, ahora hay más ventajas y garantías que en los últimos años, también es cierto que el proceso sigue siendo poco equilibrado y que, ahora, el desgaste anímico de la población es mayor. La esperanza es un recurso natural no renovable.
Del otro lado, tampoco hay muchas alternativas. Tras el fracaso de las aventuras insurreccionales y la evaporación natural de las fantasías de una invasión impulsada por Donald Trump, el liderazgo opositor ha vuelto a lo que ya parece ser un elemento de su naturaleza, de su identidad: la condición caníbal. Sin un plan común, divididos y enfrentados, los adversarios del chavismo se han dedicado a pelear más entre ellos mismos que a construir una posible alternativa unitaria. Mientras Guaidó se difumina en su gobierno virtual, la ilusión de un proyecto común es todavía más frágil en tiempos de rebatiña electoral.
El antagonismo entre quienes piensan que –aun con todas las desventajas y carencias– es necesario aprovechar el espacio político, participando en las elecciones, y quienes –por el contrario– creen que hacerlo simplemente legitima a la dictadura, solo es el punto de partida de un proceso que ha terminado ofreciendo a los votantes un show deplorable: el regreso eterno de los viejos caciques de siempre; partidos que imponen candidatos de la maquinaria sobre los liderazgos más jóvenes, con trabajo real en las comunidades; trepidantes guerras sucias entre dos o más aspirantes opositores al mismo cargo…De manera involuntaria, algunas de las campañas electorales de la oposición han terminando siendo eficaces promociones de la abstención.
En medio de un escenario tan desolador, muchas organizaciones civiles y alguna parte de la población han insistido en defender el voto como una herramienta para la re institucionalización del país. Son ciudadanos que no quieren renunciar a una experiencia que los define, que no desean dejar pasar un ejercicio de poder que –mas allá de todas las circunstancias adversas– determina un método, devuelve un sentido a la vida pública, da la posibilidad de expresar qué son y en qué creen.
No se puede, sin embargo, convertir la disyuntiva entre el voto y la abstención en un asunto ético. No se trata de hacer juicios morales sobre las distintas posiciones. Sin proyecto político, además, el dilema entre votar o no votar pierde densidad, se transforma en un conflicto artificial. Da lo mismo cualquiera de las dos salidas. De nada sirve participar o no en las elecciones si no hay un liderazgo y un programa unitario que sepa realmente qué hacer antes, durante y después del evento electoral. El resultado no es un fin en sí mismo sino un medio, otro medio, en el difícil y lento tránsito para lograr que la democracia regrese al país.
Tanto el chavismo como la oposición han mostrado, de manera evidente, el sentido utilitario que los lleva a participar en los comicios de este domingo. Mientras, buena parte de los ciudadanos que asistirán a las urnas son quienes, más bien, intentan rescatar la verdadera dimensión política del voto. Todo suena raro. En un país donde –según el FMI– la inflación cerrará este año en 2700%, estas elecciones parecen aun más una ceremonia forzada. Un espectáculo vacío.