El presidente saliente del Ecuador, Lenín Moreno, acaba de decirlo con una claridad poco diplomática: «Que Maduro saque sus manos ensangrentadas del pueblo de Colombia». Hubiera podido incluir al Perú, porque estos dos países se han convertido en el gran objetivo de ese aquelarre de autoritarios conocido como «socialismo del siglo XXI» por circunstancias internas que han abierto en ambos casos una oportunidad para ampliar la geografía dictatorial de América.
En el Perú, encabeza las encuestas de la segunda vuelta Pedro Castillo, un profesor de escuela que dirigió la facción del sindicato de maestros que opera como organismo de fachada de Sendero Luminoso y es el candidato de una organización marxista-leninista, Perú Libre, cuyo jefe, un exgobernador corrupto de una región del centro del país, es hombre de Cuba y Venezuela. Este caballero, de nombre Vladimir Cerrón, controla el grupo de Perú Libre que entrará al Parlamento y es autor del programa de gobierno de Castillo, que ofrece sustituir esa institución por una Asamblea Constituyente para cambiar la Constitución a la usanza chavista y establecer un régimen de economía socialista, y un sistema político de concentración del poder. Es todo un símbolo de lo que está en marcha el que, en un reciente documento donde Castillo, ante el pánico que cunde en las clases medias y la comunidad financiera internacional, se compromete a respetar la democracia, haya sido incluida una frase de Bolívar que desde hace treinta años es un lema del chavismo (se la hacía repetir Chávez a todo aspirante a ingresar a su movimiento, MBR-200, en 1992, antes de llegar al poder, cuando preparaba un golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, y la repitió durante años ya en el gobierno, como lo ha hecho Nicolás Maduro después, incluyendo el día que juró su cargo tras el fraude electoral que mereció el repudio universal).
Una mezcla de factores -la parálisis de las reformas que habían ayudado a reducir la pobreza de 58% a 21% desde 2004, la milyunanochesca corrupción de sucesivos gobiernos, y la pandemia catastróficamente mal gestionada- han llevado a millones de peruanos a entregar su fe a este caballo de Troya del socialismo autoritario. La candidata que rivaliza con él, Keiko Fujimori, a quien en esta hora dramática hemos respaldado varios antiguos adversarios de ella y de su padre para evitar que el Perú se vuelva la próxima ficha en el dominó de los populistas autoritarios, lleva sobre los hombros una mochila pesada que hace difícil la tarea de remontar la distancia que la separa de Castillo. Difícil, pero no imposible, como lo muestran recientes encuestas en las que ella aparece en franco ascenso.
En Colombia se está cumpliendo la amenaza que Diosdado Cabello, el matón venezolano que en alianza con Maduro ha llevado ese país a los infiernos, lanzó a Iván Duque, primer mandatario vecino, hace poco. Le dijo que habrá guerra con Colombia, pero que no será en suelo venezolano sino en suelo colombiano. Eso es precisamente lo que ha ocurrido. Ante la grave situación fiscal a resultas de la pandemia, Duque propuso una reforma tributaria que incluía varios elementos que normalmente uno asocia con gobiernos de izquierda (crear gravámenes para los más ricos, elevar impuestos a combustibles contaminantes), pero también la ampliación de la base tributaria con el cobro del IVA a ciertos servicios públicos y la reducción del mínimo de renta a partir del cual se tributa. Lo que empezó como una protesta pacífica pronto se tornó una orgía de destrucción y sangre, que continuó cuando a los pocos días Duque retiró la propuesta. Sectores de izquierda radical, disidentes de las FARC, miembros del ELN, grupos de narcotraficantes y agitadores, que Maduro y Cabello han infiltrado en Colombia entre los casi 2 millones de venezolanos que han emigrado al país vecino huyendo del hambre y la opresión, aprovecharon la situación para capturar rápidamente la protesta. Su objetivo no sólo era aterrorizar a la población sino, sobre todo, provocar una respuesta violenta de las fuerzas de seguridad, cosa nada difícil de lograr en situaciones de desborde popular, y menos en un país en vías de desarrollo. Tras los abusos policiales, especialmente en Cali, donde hubo muertos, la propaganda convirtió lo sucedido en un relato típicamente manipulador en el que Duque (que, recordemos, tardó apenas tres días en retirar la polémica reforma tras las protestas masivas) pasó a ser poco menos que Pinochet. ¿El objetivo? Derrocarlo. Todo esto alentado por el líder populista Gustavo Petro dentro de Colombia y, desde Venezuela, por los refugiados de las FARC, entre ellos Jesús Santrich, que incumplieron los acuerdos de paz firmados por Juan Manuel Santos en su día y hoy conspiran abiertamente bajo el amparo de Maduro para derrocar al gobierno constitucional colombiano.
Las tres satrapías de América -Cuba, Venezuela, Nicaragua-, los dos gobiernos populistas aliados de ellos, Argentina y Bolivia, y, un poco más distante pero no menos expectante, el México de López Obrador, han visto con muy malos ojos la derrota en el Ecuador del candidato Andrés Arauz a manos de Guillermo Lasso. Pero las circunstancias les han abierto ahora la oportunidad de dar un paso de gigante en su estrategia regional con la crisis interna de Colombia y la candidatura de Pedro Castillo y su titiritero, Vladimir Cerrón, en el Perú. Imagínense ustedes la ‘pinza’ que le harían Colombia y Perú a Guillermo Lasso, que también deberá soportar una oposición populista numerosa y enérgica cuando asuma el poder el día 24 en el Ecuador.
Hasta hace poco la desestabilización de gobiernos democráticos latinoamericanos tenía como origen las expectativas impacientes de una clase media que creció mucho debido a la bonanza de las materias primas entre 2003 y 2011-2. Los Estados ineficientes y corruptos, y las clases políticas mediocres, eran el blanco de las iras de esa clase media emergente que le exigía al modelo de sociedad en gestación más de lo que podía darle. Hoy, esa clase media, por obra de la pandemia y unos años de escasa imaginación reformista de parte de los gobiernos, se está encogiendo y ha aumentado nuevamente la pobreza. Esto y la corrupción son ahora el origen del descontento popular que los totalitarios quieren explotar vilmente para acabar con las democracias burguesas y establecer dictaduras populistas. No es seguro que lo consigan (los combatiremos por aire, mar y tierra), pero están haciendo muchísimo daño.
Fuente: El Nacional