No por azar, lo he repetido machaconamente en notas y columnas anteriores, la nueva normalidad y su distanciamiento social implica la reducción del Hombre – varón y mujer – a sus madrigueras o cuevas platónicas. Desde nuestros sitios de encierro no miramos sino las propias sombras, confundiéndolas con la luz de lo real. Al paso ejercen su dominio o gobernanza, sea los dueños de las grandes plataformas y redes digitales, que a todos nos miran como usuarios y números, no como ciudadanos, sea la Pacha Mama o Naturaleza, cuyos feligreses verdes consideran que somos elementos objetivos iguales a la tierra y las aguas y en las que hemos de metabolizarnos fatalmente. El Hombre como príncipe de la Creación o criatura racional perfectible, se ha vuelto resabio incómodo, de allí la necesidad de que se conserve la disciplina de su distanciamiento, y eso hacen los gendarmes del siglo XXI.
Al cabo, todo esto se predica sin que se lo haga evidente por los apóstoles del globalismo. A tirios y troyanos nos vienen englobando. Los logros de la tercera y cuarta revoluciones industriales – la digital y la de la inteligencia artificial – de suyo le prometen al mismo Hombre certezas, ante sus yerros como individuo, y protegerlo como lo único que habría sido y no ha dejado de ser hasta el momento: Homo Homines Lupus, el Hombre como lobo del Hombre. De modo que, si ayer fue El Leviatán o Estado la solución de la modernidad, llegada la modernidad al final de su historia ese “derecho social” al Estado que reclaman los miembros del grupo poblano se reduce a la búsqueda de un Estado mundial providencial, el del Internet y la transición ecológica. Son la diarquía del poder contemporáneo posliberal, posmoderno, posmarxista, posdemocrático y promotor de la posverdad.
En este marco de consideraciones, que es apenas una apertura para la reflexión y el debate pendientes desde 1989, los signos de aceleración que trajo aparejada la pandemia universal de origen chino sólo han servido para autorizar, en nombre de la vida, la reinstauración de Estados autoritarios, que para lo sucesivo serán meras franquicias al servicio de la “Diarquía” ya imperante. Se difuminan en su importancia, paradójicamente y por irrelevantes para la comunidad internacional, las satrapías de Venezuela, Nicaragua, Ecuador hasta ayer, Bolivia, a las que busca emular El Salvador.
Así se explica que, ante el conjunto de lo antes expuesto y el logrado sincretismo de laboratorio entre las izquierdas y las derechas en Occidente y su inocultable maridaje instrumental con el crimen organizado transnacional, salte sobre la mesa como denominador común inesperado el catecismo de Marx: “Sólo existe un solo medio de abreviar, simplificar y concentrar las angustias de la muerte de la vieja sociedad, los dolores de parto de la nueva sociedad: el terrorismo revolucionario”. No es casual, por lo visto, lo ocurrido en USA, Chile, Ecuador, Perú, Bolivia, Nicaragua, Cuba, y ahora Colombia, laboratorios comunistas en una era de poscomunismo.
Fuente: Diario las Américas