Lo cierto, como lo dicta la más remota experiencia de la historia de Occidente, la dictadura de las mayorías – la práctica de la oclocracia – es partera de los más nefastos autoritarismos y despotismos personalistas que se ceban, inexorablemente, sobre el atentado a la dignidad humana, incluida la de los votantes.
No por azar, recién, de modo contundente y como alerta, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sentenciado que dentro de la democracia todo es debatible, menos la liquidación de la democracia por las mayorías.
El caso es que una perspectiva distinta ha sido abonada progresivamente por el Foro de Sao Paulo y su causahabiente, el Grupo de Puebla que, en 2020, pide privilegiar el “derecho social” del Estado y hasta el derecho de quienes tienen el poder para conservarlo sin límites. Conjugan en favor del Príncipe, que no de la persona y su libertad (pro homine et libertatis). Es la tesis que, sin decirlo expresamente, igualmente comparten desde la ONU los impulsores del Programa 2030 sobre Desarrollo Sostenible.
Con vistas a los nuevos temas del orden global –lo predica en igual orden la última CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe) conducida por Luis Manuel López Obrador– queda allí como cosa secundaria la reconstitución y el avance del Estado constitucional y democrático de Derecho. Se le vuelve anhelo y nada más. Cede ante lo que se considera importante e inminente, a saber, que coman y se vacunen los pueblos que han dejado de comer y de vacunarse, justamente en los países en los que han destruido las libertades.
Tras 30 años recorridos por esa desviación, ella se ha instalado en el subconsciente colectivo y en buena parte de quienes, oponiéndose a la dictadura, dicen ser los artesanos de nuestra libertad.
El tema viene al caso, como reflexión seria y consideración inexcusable. Ante el efecto socialmente modelador -debo repetirlo- de ese fraude contumaz a la democracia que no cesa y se ha tragado a dos generaciones, la mayoría calificada de los venezolanos que le salieran al paso, eligiendo democráticamente -para sorpresa de la dictadura- a una Asamblea Nacional mayoritariamente opositora en 2015, acompañó entusiasta el dictado que se hizo en 2019 del Estatuto que rige para la Transición a la Democracia para Restablecer la Vigencia de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
Esta vez, sin embargo, unos y otros pretenden tirarlo al cesto de la basura a fin de liquidar a la transición, léase al orden constitucional provisorio, tras la creencia, movidos por un enojo legítimo, de que únicamente remueven a los titulares de sus órganos de ejecución.
Venezuela, en efecto, se dio un estatuto constitucional provisorio para regresar a la democracia constitucional desde la misma senda fijada por la Constitución de 1999. Ese texto, reformado en 2020, conserva sus finalidades intactas y permanece atado a unos valores superiores que, de conjunto, fijan el marco para su interpretación y aplicación.
El quiebre constitucional que alimenta a la provisionalidad, cabe tenerlo presente, hubo lugar al ocurrir en Venezuela, primero, la convocatoria inconstitucional de una Asamblea Nacional Constituyente desconocida por la comunidad internacional. Ella motivó ab initio, en 2017, el dictado por la Asamblea Nacional legítima de un “Acuerdo para el Rescate de la Democracia y la Constitución” con fundamento en el artículo 333 constitucional.
Sucesivamente, ocurrida en 2018 la ausencia de un presidente electo y legítimo cuyo mandato habría de iniciarse el 10 de enero de 2019, luego de unos comicios fraudulentos -así los declaran la Asamblea Nacional y la Organización de los Estados Americanos (OEA)- sobreviene la provisionalidad constitucional con el dictado del correspondiente Estatuto. Y a su reforma se le agrega después otro precedente, la de preservar la transición dado que, asimismo, ha sido electa de forma espuria e inconstitucional por la dictadura otra Asamblea Nacional, buscando sustituir por medios ilegítimos a la legítima, de origen cabalmente democrático.
De modo que, lo primero que cabe señalar es que el Estatuto para la Transición, que cuenta con rango constitucional, mal se puede agotar sobre la base de decisiones que intenten adoptar, ora la misma Asamblea Nacional cuya continuidad se encuentra prorrogada en los hechos y conforme a Derecho, ora los partidos que sostienen al Gobierno parlamentario del interinato. Menos pueden hacerlo los emisarios de aquella o de éste que les representan en la Plataforma Unitaria que negocia en México con la dictadura.
Que no se hubiesen cumplido las tres fases previstas por el Estatuto para su realización plena -el cese de la usurpación, el gobierno de transición, las elecciones presidenciales libres- el propósito y finalidad del ordenamiento provisorio se les sobrepone. Asimismo, que los órganos de la transición, contradictoriamente con el citado principio, se consideren atados a plazos insuperables o preclusivos en cuanto a sus mandatos, en modo alguno les permite darlo por extinguido, sin más. Deben servirlo imperativamente, sean sus titulares los actuales u otros que les sustituyan, hasta la conquista de sus fines. Y deben responder estos de su ejecución, mientras no ocurra el regreso a la constitucionalidad ordinaria a través de elecciones presidenciales y parlamentarias libres.
En otras palabras, salvo que el Estatuto sea interpretado de manera sesgada, parcial y parcelada, obviándose el contexto y su carácter finalista, que es la garantía del derecho del pueblo a la democracia y a su regreso a un Estado constitucional de Derecho, podría sostenerse que los órganos o funcionarios previstos en el mismo han concluido sus mandatos. O que deben abandonar sus responsabilidades al revelarse ineficaces o dañosos en sus ejercicios. Pero sería tanto como repetir el mal histórico de Venezuela, su trágica hipoteca intelectual, a saber, que ante el descontento con los gobernantes de turno se destruye el orden constitucional y se busca otro arbitrio normativo de circunstancia.
En su lectura de conveniencia, algunos sólo se fijan de modo interesado en el artículo 12 in fine del instrumento estatutario provisional, para señalar que la continuidad parlamentaria de la transición sólo alcanza “hasta por un período parlamentario anual adicional, a partir del 5 de enero de 2021”.
Sin perjuicio del juicio de valor que legítimamente le merezcan al país las actuaciones del gobierno “parlamentario” de transición actual; que es y ha sido exactamente eso, un gobierno interino de los partidos que hacen mayoría en la Asamblea Nacional, mal puede extraerse o predicarse, de allí, que cesa al efecto el gobierno interino, sea o no el de Juan Guaidó; a quien, al caso, ni siquiera se le nombró presidente provisional como a Ramón J. Velásquez.
Al margen de las decisiones políticas y de oportunidad que merezcan o sea pertinente adoptar para que el Estatuto de la transición cumpla sus finalidades, y salvo que sea derogado expresamente, no puede considerársele, constitucionalmente, inútil o en desuso, sea por la coyuntura política, sea por los odios intestinos entre quienes deben cuidar de la provisionalidad.
Librarnos de las hipotecas del voluntarismo político que hasta ahora le han impedido a Venezuela salir de su marasmo, es, por ende, un primer paso y fundamental; sobre todo en esta hora agonal llena de incertidumbres, como de desconfianzas colectivas.
El Estatuto, como “acto en ejecución directa e inmediata del artículo 333 de la Carta Magna (Preámbulo del Estatuto de 2019, fuente del reformado) es claro en cuanto a que su finalidad es “el rescate de la soberanía popular a través de elecciones libres” y la prioridad de sus órganos “la procura de elecciones libres, justas y verificables” (artículo 2). Es un propósito que desborda y obliga a sus órganos de ejecución hasta su logro.
Esa razón, no otra, es la que a la vez explica el por qué se ha extendido en el tiempo – por previsión estatutaria – lo que en circunstancias ordinarias hubiese sido absolutamente inadmisible, a saber, la permanencia de la cabeza de la Asamblea Nacional como Encargado de la Presidencia de la República más allá de los treinta (30) días previstos en el artículo 233 de la Constitución.
Tanto es así que, en el texto de 2019, se esgrimía que, sólo una vez ocurrido el cese de la usurpación – sin término preciso y que ha podido durar, como en efecto ha ocurrido, por un tiempo imprevisible – “el Presidente del órgano legislativo “ejercerá durante treinta (30) días continuos como Presidente encargado de la República a efectos de conducir el proceso que conlleve a la conformación de un Gobierno provisional de unidad nacional y a la adopción de medidas que sean necesarias para la realización de elecciones presidenciales libres y competitivas” (artículo 25). Los plazos constitucionales ordinarios, dado el quiebre constitucional ocurrido y la vigencia de la transición, de suyo quedaron suspendidos.
Pues bien, en ese mismo orden el Estatuto Provisorio reformado, que responde a idénticos fines y valores superiores, y en lo particular fija la obligación de la Asamblea de “promover interna e internacionalmente la realización de elecciones presidenciales y parlamentarias libres, justas y verificables, así como el restablecimiento de la democracia”, dispone en su artículo 12 que la “continuidad constitucional” a manos de la Asamblea quedará sujeta a tres premisas instrumentales, siempre dependientes para su exégesis de la parte dogmática ya enunciada y que es desiderátum: (1) el ejercicio del Poder Legislativo “a través de la Comisión Delegada” esperando que puedan realizarse las elecciones presidenciales y parlamentarias en 2021; (2) ocurra un hecho político sobrevenido y excepcional en 2021; (3) por un período parlamentario adicional a partir del 5 de enero de 2021.
La redacción condicionada de dicho artículo pone sobre la mesa y evidencia, sin margen para la duda, el carácter unas veces aleatorio y otras veces no de los eventos que puedan llevar hasta la realización plena de la finalidad de la transición; que no es otra que la celebración de elecciones presidenciales y parlamentarias, de suyo el rescate del hilo constitucional fracturado. Pensar lo contrario es partir de una premisa errónea, como creer que el funcionamiento regular el orden constitucional ordinario se sostiene en Venezuela.
Tanto es así que, la misma norma citada, la del artículo 12, dispone como posibilidad alternativa y aleatoria que “ocurra un hecho político sobrevenido y excepcional”, también en 2021. Y ese hecho puede ser, o bien que no se alcance la finalidad del Estatuto durante dicho año, permaneciendo vigente su objetivo; o que esa posibilidad se abra por otro camino y a través de un mecanismo distinto, no previsto estatutariamente, como es el caso de la Mesa de Negociaciones que se acordara realizar y que avanza en México sobre el memorándum suscrito el pasado 13 de agosto, entre el gobierno de facto y la Plataforma Unitaria de Venezuela.
En aquel se prevé, textualmente, consensuar entre las partes (a) “las condiciones necesarias para que se lleven a cabo los procesos electorales consagrados en la Constitución, con todas las garantías”; así como lograr (b) “garantías electorales para todos. Cronograma electoral para elecciones observables”. Y esa es, exactamente, la finalidad de la Transición constitucional, a tenor del Estatuto reformado por los partidos de mayoría en la Asamblea electa en 2015.
La premisa aleatoria, pues, ha entrado en funcionamiento y realiza el objeto del Estatuto, preservándolo en su vigencia. En igual orden, es el Estatuto provisional reformado el que señala, claramente, que el presidente de la Asamblea Nacional, que aún ejerce como Encargado de la Presidencia de la República bajo la disposición del artículo 233 constitucional, aceptándose que lo puede hacer más allá del término de treinta (30) días prescrito por el mismo y hasta tanto se realicen las elecciones presidenciales, “ejercerá sus funciones bajo los lapsos y circunstancias determinados en el artículo 12 del presente Estatuto”. La circunstancia, “el hecho político sobrevenido y excepcional”, en suma, ha dado lugar a una nueva dinámica que extiende la transición hasta el momento en que la mesa de negociaciones se avenga sobre la realización de elecciones presidenciales y parlamentarias libres.
Sea lo que fuere y en suma, cabe reiterar que la interpretación del Estatuto provisorio, por ser de rango constitucional, está sujeto a sus propósitos y principios ordenadores, ante los que ceden las disposiciones de carácter formal o temporal. No hacerlo contrariaría la misma justificación de la provisionalidad y de su fundamento, el artículo 333 constitucional.
Fuente: Diario las Américas