A seis meses del derrocamiento del dictador, sobre el estado del alma venezolana en ebullición, cuando “huye de la oscuridad de la noche”, es cuando la Junta Patriótica, formada por URD y los comunistas se establece. Luego llaman al COPEI y la clandestina AD; partidos que, una vez superado el puente se reorganizan y paren sus líderes el Pacto de Punto Fijo, para darle salida de largo aliento y estabilidad al huracán incontrolable: “Caracas es una vasta conspiración. Y cada casa de la ciudad una tertulia de conjurados. Se conspira en los barrios residenciales, en los sectores de clase media, y en los bloques obreros”, narra quien será presidente de la Cámara de Representantes neogranadina, el poeta y diplomático José Umaña Bernal.
Frente al despilfarro y el grosero enriquecimiento dentro de la «boutique» caraqueña se disimulan las condiciones infrahumanas en que viven las mayorías. Son los párrocos y el arzobispo, Rafael Arias Blanco, quienes interpretan esa injusticia y enfrentan la vanidad del dictador.
El Vaticano se activa. Llega a Caracas el cardenal Caggiano y desde el Municipio observa que “hay tanta riqueza que podría enriquecer a todos, sin que haya miseria y pobreza”. Arias intima a la organización sindical, para que de ella surja una opción “entre el socialismo materialista y estatólatra que considera al individuo como pieza… y el materializado capitalismo liberal, que no ve en el obrero sino un instrumento de producción”. La invita “a completar lo que aún falta a la paz social”. Enciende la mecha.
Pio XII dedica tres veces su palabra al pueblo venezolano sufriente. En 1956, al canciller de la dictadura le dice, sin concesiones, que sólo habrá desarrollo armónico cuando entiendan que el progreso son “elementos otorgados no a una persona exclusivamente, sino a toda una sociedad que debe sentir sus provechosos efectos”.
Sorprende al régimen, sí, el cese del silencio de los intelectuales, los hombres de negocios y profesionales. Pasado el alzamiento del 1° de enero, cuando trepidaran sobre Caracas los fuselajes aéreos, firman remitidos antes de la huida del sátrapa: “Es necesario, para la recuperación institucional y democrática de Venezuela, que el gobierno garantice el pleno ejercicio de los derechos ciudadanos”, mascullan cuidadosos.
La crónica de Gabriel García Márquez en ese momento germinal de nuestra democracia – cuando “ya está el helado al sol” según la descripción de Luis Felipe Llovera Páez – muestra el verdadero rostro de la diosa Tique del destino. El clero es el actor principal.
El arzobispo es llamado por el ministro del interior, Laureano Vallenilla – “no iba a misa, pero conocía los sermones”, escribe El Gabo, y lo hace esperar hora y media para darle una lección. El padre Hernández Chapellín, director de La Religión, ante Vallenilla espeta: “Voy a hablarle como sacerdote, que sólo teme a Dios… casi todo el pueblo los odia y los detesta”.
El padre Sarratud sabe que lo buscan. Se entrega a manos del segundo de Estrada, Miguel Sanz. A él y al padre Osiglia de la Candelaria y a Monseñor Moncada de Chacao, llevados a la Seguridad Nacional donde se encuentran Hernández Chapellín y el padre Barnola -el semi-interno- se les acusa de haber instigado el levantamiento.
El padre Álvarez de La Pastora se mueve, para que, al llegar los esbirros por haberle impreso volantes a la Junta Patriótica, ello no impida que los huelguistas del 21 de enero suenen las campanas de la Iglesia. El nuncio apostólico protege a Rafael Caldera, quien sucesivamente viaja al exilio, y al joven oficial Roberto Moreán Soto. Y monseñor Jesús María Pellín, hombre de bibliotecas como el actual papa emérito, sermonea sobre el prevaricato imperante.
El 21 de enero, monseñor Hortensio Carrillo – trujillano, de quien fuésemos monaguillos el actual cardenal Baltazar Porras y este simple escribano – protege en la Iglesia de Santa Teresa a los médicos manifestantes. El régimen la profanan con sus fusiles y ametralladoras. “Una bomba estalló a pocos metros de monseñor… los fragmentos se le incrustaron en las piernas y con la sotana en llamas se arrastró hasta el Altar Mayor”. Las mujeres “mojaron sus pañuelos en el agua bendita de la sacristía y apagaron la sotana”, reseña quien más tarde será Premio Nobel de Literatura.
“El heroico pueblo de Caracas, con piedras y botellas, descongestionó el sector… el párroco [presa de terribles dolores] experimenta una inmensa sensación de alivio. La misma sensación de alivio que experimenta Venezuela”. La dictadura ha sido derrocada. “El hambre carece de color político, y el dolor y la esclavitud, son siempre la tierra de nadie”, precisa Umaña.
Fuente: Diario las Américas