Vuelvo al artículo de Heiko Josef Maas (Welt am Sonntag, 25 de octubre de 2020), jefe de la diplomacia alemana, para ampliar mi reflexión sobre el sufrimiento de la democracia. Mira angustiado el panorama divisionista que impera entre los norteamericanos, como si fuese cosa propia, no inherente a la crisis de Occidente que viene desde atrás. Saber perder y también ganar es la regla que esgrime.
Pasado el evento electoral sin saberse quien será el nuevo inquilino de la Casa Blanca al momento en que trazo estas líneas, quedan como ristre, aquí sí, las simplificaciones. Ha privado la miopía de la prensa y en los analistas. Prefirieron golpearse con los árboles sin mirar al bosque, salvando sensibilidades e intereses que al cabo dañan a la misma democracia por la pérdida de discernimiento.
Se dijo hasta la saciedad que Donald Trump fracturó a los norteamericanos. Trataba, sí, de salvar las raíces históricas y culturales que le han dado a la nación su unidad, comportándose al efecto de un modo “políticamente incorrecto”. Hacia bueno el consejo, por cierto, de quienes más le han dado latigazos.
En 2005 el Cardenal Jorge Mario Bergoglio, actual Papa Francisco, aconsejaba a los argentinos lo que el Foro de São Paulo recomienda a los huérfanos del comunismo en 1990 y 1991, antes de que variasen el criterio para sostener sus realidades partidarias y volverse auspiciadores de la disolución social: “Un pueblo que no tiene memoria de sus raíces y que vive importando programas de supervivencia, de acción, de crecimiento desde otro lado, está perdiendo uno de los pilares más importantes de su identidad como pueblo”, afirmaba el primero.
¡Y es que la corrección política hace relación directa y proporcional justamente con eso, con aceptar sin discutir la validez y límites de la invertebración social de los que abandonan el molde de la ciudadanía común! En democracia, antes bien, si todo no se discute no hay democracia.
La corrección política –extraña en Trump y que probablemente le cueste su permanencia en el poder– exige aceptar como dogma de fe a la religión del siglo XXI, a su inédito sistema binario. De un lado están los enemigos, quienes se aferran a las bases culturales de Occidente y sus nociones de democracia y Estado de Derecho, y del otro la dispersión, sujeta por las plataformas sociales y la Pacha Mama.
Benedicto XVI, también como Cardenal, con fuerza discursiva, esgrimió ante el Senado italiano su lapidaria sentencia: “Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico”.
La realidad, en suma, no es que haya una división provocada por una suerte de Chávez norteamericano en la actual circunstancia de USA, como lo repiten los medios sin acusar u obviando la paridad moral que el canciller europeo Josep Borrell establece entre victimarios y víctimas en la Venezuela fracturada del presente.
Que la dispersión social sea una realidad sobrevenida por la declinación de los Estados territoriales, a la que se sobrepone paulatinamente un Estado global, virtual y totalizante en ciernes, que reduce el todo y la misma dispersión a dígitos de internautas atomizados, reclamaría, como lo pide Maas, favorecer la “interacción social”. Es lo que corresponde en una democracia. Es tarea no solo de los demócratas sino de la prensa. Cosa distinta es la manipulación militante que corroe, la media verdad o el engaño que se desplaza como Fake News, verbi gratia atribuir al gobernante de USA ser el factor que ha atomizado al Occidente y su país creando escenarios de violencia por su talante camorrero.
Lo real es que quienes lo confrontan con esos argumentos banales desde los odres del periodismo americano, europeo y global –como endosarle, además, las culpas de Covid-19 que corresponden a China, agente del riesgo transfronterizo generador de la pandemia y de los daños planetarios que debería reparar mediante pedido de la ONU– al cabo han enajenado su papel como garantes de la formación de una opinión pública democrática contrastada, sana, imparcial, justa y competitiva, que restañe las exclusiones y sostenga las reglas de juego.
A la luz de los resultados cuantitativos cerrados de la elección norteamericana, la credibilidad de los medios se hizo caricatura mordaz. Endoso la máscara de Joker. Ha servido a una sola de sus fuentes, lo que es peor, ayudó a fortalecer la lógica nazista del amigo/enemigo.
He sido y soy parte de la prensa desde los 16 años. Son 71 años los que friso. Debo decir que en este tránsito «epocal» una mayoría de los medios ha actuado como sicarios de nuestra propia muerte. Se dejaron provocar por los ataques verbales que se infería a los medios desde la Casa Blanca, anulando lo beneficioso de la acritud dentro del debate democrático.
Como parte del Eutidemo platónico que son y somos los periodistas y quienes opinamos, pudo la prensa usar de la expresión dura y tal vez injusta para generar momentos de diálogo en sede de la opinión, impulsando a la democracia, fortaleciéndola. ¿O no es acaso esa la regla que defendemos frente a los actores políticos cuando, a propósito de cuestiones de interés público, les lapidamos sin contemplación?
A diferencia de quienes hacen parte del Grupo de Puebla, Trump, incluso siendo empresario, no se ocupó de comprar a editores y periódicos o a emisoras en pública almoneda para ponerlos a su servicio, con dineros del narcotráfico o de la corrupción.
China parece haber ganado esta Primera Guerra Global. Tras ella medra el verdadero muro del siglo XXI. No solo Trump sino Joe Biden, en lo sucesivo, podrán ingresar a las alcabalas de censura de las plataformas digitales, como Twitter, y evitarán unos puntapiés por el trasero según sean o no conformes sus dichos con el dogma canónico digital, mientras no desafíen al ecosistema disolvente de lo social y vocación totalitaria.