¿Sería suficiente, entonces, volver al seno de una constituyente y resolver, como lo dictara nuestra deriva patria durante la formación de los 27 textos constituciones que nos hemos dado y que, en suma, serían sólo dos en cuanto a sus moldes antropológicos –civilización vs. barbarie– excluyéndose a la atípica Constitución suiza de Antonio Guzmán Blanco (1874), al objeto de proveer, adecuadamente, a la reconstrucción de Venezuela llegado el momento?
Si cierta es la ruptura «epocal» en curso, hablar de constituyente o de reformas constitucionales implicaría, como lo creo, una grave simplificación, una fuga irresponsable que en nada cambiará la realidad de disolución y «deconstructivismo» ocurrido entre nosotros y que avanza de modo paralelo en todo el mundo occidental.
De modo que, el ejercicio preliminar que corresponde hacer entre y por los venezolanos es redescubrir la identidad común perdida, la auténtica y no la banal que se nos sobrepone como beneficiarios de la riqueza petrolera; oteando una línea transversal que sea susceptible de reunir a la nación hecha diáspora hacia afuera y hacia adentro, como desasida de toda vinculación con la idea moderna de la representación. Probablemente sea posible, mediante un ejercicio que nos permita regresar sobre las huellas extraviadas del ser que fuimos como «quinta raza» o que no alcanzamos a cristalizar culturalmente, para mirar luego hacia el horizonte posible, bocetear una verdadera utopía movilizadora.
Se trata de debatir sobre una visión antropológica compartida, que otra vez le devuelta su sentido, entre nosotros, a la noción de la dignidad humana que se nos hace presente en 1811 y también logra conjurar a la barbarie en el mundo a partir de 1945. De no ser así, de creerse que Venezuela y el planeta sufren hoy de un mero traspiés a manos de salteadores marxistas, ni será posible encontrar alternativas con destino, menos ofrecer algo más que meros catálogos de tareas para la sobrevivencia de las generaciones actuantes y futuras. Lo veraz es que, cuando se constituye social y políticamente –aquí sí cabe en propiedad la expresión constituyente– se lo hace para sacar de la instantaneidad a la vida de una nación diluida; lo que es un riesgo latente y cierto esta vez, dada la naturaleza igualmente instantánea de la experiencia humana bajo el ecosistema digital dominante en el mundo.
Diría, para ir concluyendo, que ya a comienzos de los años ‘60 del pasado siglo cuando es trastocada la norma del orden público posbélico – el respeto a la dignidad de la persona humana – para sobreponerle la de los intereses soberanos de los Estados, se debate sin complejos sobre la necesidad de pensar au-delà-de l’Etat aun cuando no existiese para el momento y tampoco ahora una figura institucional creíble para reemplazarlo. No obstante, sosteniéndose que el Estado ni perimía ni se encontraba moribundo, aun así, se le señaló y cuestionó por encontrarse vacío de sociología y finalidades teleológicas.
En suma, como lo aconseja con lucidez y prudencia Jesús María Casal (Apuntes para una historia del derecho constitucional de Venezuela, Caracas, EJV, 2019), a propósito de las constituyentes y las reformas constitucionales como vías conocidas para sortear las crisis históricas en Venezuela, cabe considerar que “la historia constitucional se forma… por la confluencia de variados componentes, entre los cuales la literalidad documental puede jugar un papel relevante más por lo general no decisivo, [pues] dicha historia se teje también con hebras de otro origen, provenientes de la cultura, ideas y prácticas políticas dominantes”. Es el hacer primordial y lo pendiente, insisto.
Fuente: Diario las Américas