Pastorear nubes, mostrarse políticamente correctos y argüir confianza en las instituciones a propósito de la cuestión electoral en USA, es lo más fácil. Pero repito el consejo de Ortega y Gasset en cuanto a imaginar el bosque y no contentarse con los árboles patentes.
Demonizaciones aparte, discursos acres e irreverentes o divisorios que, como lo cree el jefe de la diplomacia alemana, Joseph Maas, hacen sufrir la democracia o la llevan al abismo, lo cierto es que presenciamos el momento exultante de la «contrademocracia». Al pueblo elector desconfiado no le basta votar. Prefiere acusar a los elegidos ante la Justicia, como hijos de un orden – transicional ¿? – que cultiva lo relativo y amamanta la desconfianza.
Ocurre un desenlace en la crisis de Occidente que viene desde la caída de la Cortina de Hierro y cuando la Humanidad ingresa a la Era de la Inteligencia Artificial.
La miopía de las simplificaciones – el comportamiento conflictivo del presidente Donald Trump que probaría la razón de su derrota: el columnista Andrew Sullivan le señala de sufrir “enfermedad mental” o que, declarado presidente electo por los medios, mascarón de la izquierda violenta como lo sería Joe Biden, dirige este una macabra operación de fraude: “sufre de divagaciones que lo vuelven un poco inconexo”, según la BBC – es lo rutinario en el militantismo.
La división de por mitad del electorado y de los estratos sociales – sin mengua de la reconfiguración de votos que tenga lugar en los colegios norteamericanos que, al término, dictaminen sobre quién será el próximo inquilino de la Casa Blanca – demuestra que las descalificaciones y agravios puestas en marcha por los equipos de campaña de cada candidato, a lo que se prestaron la prensa y las encuestadoras, de nada han servido. El fondo de la cuestión sigue allí. Ambos aspirantes, más que actores han sido, son y serán sus víctimas, indistintamente. La Roma imperial llega a su fin de manos de extranjeros, los visigodos.
La Roma vaticana, conservadora de la tradición judeocristiana y grecolatina, la que nos lega la antropología de la libertad, y Washington como el foco de las Américas que salvaguarda las libertades económicas, son sólidos culturales en camino de verse destruidos. Ocurre un ajuste global de placas tectónicas que se inicia en 1989 y tiene como extraño punto de aceleración el año 2019, pasadas dos generaciones, en la antesala de la gran pandemia china.
Entre 1990 y 1991 los causahabientes del comunismo se reagruparon alrededor del Foro de São Paulo, conectan con la Izquierda Europea, y abren fuegos. Se insertan en el juego de la democracia y del capitalismo para, desde sus odres, vaciarlos de contenido. Se apalancan sobre las «identidades» históricas que luego descartan y las sustituyen con las propias de la dispersión o atomización social – el mundo invertebrado de los indignados– que sucede a la declinación de los Estados y partidos modernos. E introducen un condimento nocivo y venenoso, de factura castro-cubana y terrorista, anterior al desmoronamiento de la URSS: el narcotráfico. Morigeran los vínculos con la criminalidad transnacional estructurada, beneficiaria de las realidades digitales inevitables y que son disolventes de las «cárceles de la soberanía» y la efectividad de las leyes nacionales o domésticas.
Derrumbados los símbolos del imperialismo financiero en 2001 –las Torres Gemelas de NY, anticipo de la actual implosión de los íconos religiosos e hispanos en el mundo– en otra banda, entonces, ya ha asumido el poder en Italia Silvio Berlusconi, cabeza de la corporación de telecomunicaciones Mediaset, abriendo el tiempo de la «posdemocracia». El pueblo se relaciona con su líder de manera directa, sin mediaciones institucionales o partidarias, como lo hace Hugo Chávez en Venezuela hasta su muerte.
La izquierda, ahora globalizada y «progresista», sobre los atentados que ocurren en la estación de trenes de Madrid toma el poder en España. Hoy regresa de manos de Sánchez e Iglesias para intentar clausurar al «antiguo régimen». Rodríguez Zapatero, apoyado por Erdoǧan, el reis o jefe turco, desmonta en 2005 el esfuerzo de la ONU sobre el «Diálogo de civilizaciones». Impulsa la Alianza de Civilizaciones para frenar los paradigmas del Occidente judeocristiano y evitar que Norteamérica castigue al terrorismo. La mesa queda servida.
Hace 4 años, Trump, otro magnate que entiende el ecosistema en avance accede a la Casa Blanca. Adopta el identitario histórico y de unidad nacional –como lo hace Giuseppe Mazzini en el siglo XIX italiano– para salvar a su nación de la liquidez y evitar la disolución «imperial». El expresidente Jimmy Carter lo califica de ilegítimo en 2016. En 2017 las redes globales posicionan a través de You Tube la canción del mismo nombre: “Illegitimate President”, abriéndole senda a los intentos de la líder parlamentaria demócrata, Nancy Pelosi, para destituirlo sin concluir su mandato durante los dos últimos años.
Papa Francisco, quien nunca ha visto con ojos de bondad al presidente americano en ejercicio, se adelanta al dibujo y en 2019 describe lo que considera nuestro mejor porvenir. Lo confiesa ante la Curia Romana al advertirle que “necesitamos de otros mapas” pues “no estamos más en la cristiandad”. Habrían cesado las raíces intelectuales que tanto defendiera su antecesor, el Papa emérito Joseph Ratzinger. “Ya no se trata de usar instrumentos de comunicación sino de vivir en una cultura ampliamente digitalizada, que afecta de modo muy profundo la noción de tiempo y de espacio, la percepción de uno mismo, de los demás y del mundo”, sentencia el jesuita argentino, quien ocupa la Cátedra de Pedro.
Así las cosas, si Sullivan cree, incluso así, que ha tenido lugar en USA una operación quirúrgica sabia “para amputar a un líder desquiciado”, Lo único veraz es que Trump prohibió a los chinos la tecnología 5G y la pandemia de estos se usó como el ariete para derrotarlo. Las grandes plataformas se afianzan ahora como las alcabalas de la expresión libre en el siglo XXI.