domingo, diciembre 22, 2024
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OPINIÓN- Carlos Alberto Montaner: La conveniencia de un poder ejecutivo bicéfalo en América: De la democracia oficial a la democracia real

A fines del siglo XVIII la clase dirigente norteamericana rompió a cañonazos los vínculos de subordinación política y económica que hasta entonces tenía con Londres. Fue aquél, en esencia, un pleito de familia iniciado por la joven América cuando Inglaterra, de forma inconsulta, se extralimitó en las exacciones fiscales e intentó recortar las grandes facultades de autogobierno de que disfrutaban sus súbditos de ultramar. Autogobierno, por cierto, que no era siquiera un fenómeno reciente, porque los peregrinos del Mayflower, en noviembre de 1619, cuando aún no habían desembarcado, a bordo todavía de la nave, aprobaron un documen­to por el que establecían la forma democrática en que se organizaría la conviven­cia en América. Y, en efecto, diez años más tarde, en 1629, la Corona inglesa reconocía y perfeccionaba este alto grado de autonomía confiriéndoles a los colo­nizadores el derecho a hacer sus propias leyes, fijar el monto de los impuestos y elegir su propio gobernador.
Por supuesto, toda esa protodemocracia americana estaba teñida de fanatismo re­ligioso, inflexibilidad y represión moral, como era normal en la época, pero el he­cho de recordar aquí y ahora este episodio histórico tiene un objetivo muy claro: advertir, con cierta melancolía, que donde las libertades republicanas, los derechos civiles y la democracia liberal han dado sus mejores y más permanentes fru­tos, ha sido donde ese sistema ha surgido de manera espontánea por el pueblo que lo disfruta. Estados Unidos segregó la democracia de una forma natural, casi or­gánica. Nosotros en América Latina la hemos parido con la ayuda de fórceps, y esa diferencia tal vez explique las dificultades y contratiempos que periódicamen­te nos vemos obligados a afrontar cuando se estremecen los cimientos de nuestras repúblicas.
Hoy, cuando revisamos con cierto asombro y admiración las Leyes de Indias pro­mulgadas desde Sevilla, o analizamos las instituciones legadas por Castilla para el gobierno de los territorios americanos, nos olvidamos de que ese minucioso control, aunque estaba frecuentemente imbuido de las mejores intenciones, prob­ablemente limitó las posibilidades de que la democracia arraigara fuertemente en América.

El sistema y la gente

Hago esta observación porque se me ha pedido que reflexione sobre el estado de la democracia en América Latina en el momento actual y lo que hay que hacer para llegar a gozar de una verdadera democracia liberal. Y lo primero que quiero advertir es que el hecho de que hoy prácticamente todo nuestro Continente, con las lamentables excepciones de Cuba, Haití y –en gran medida– Perú, cuenten con gobiernos electos en las urnas, no significa en modo alguno que la democra­cia haya triunfado de manera permanente en América Latina. Lo que ha triunfa­do, coyunturalmente, son las formas democráticas, con el multipartidismo, la urna y el rito electoral, pero no la democracia como un conjunto de valores, creencias y actitudes compartidos por la inmensa mayoría de la sociedad, salvo en el caso ejemplar pero muy pequeño y aislado de Costa Rica, y quizás, en menor grado, de Chile y Uruguay. De lo contrario, no se explicaría el apoyo de una gran parte de los venezolanos al fallido intento de golpe militar del teniente coronel Chávez, o la entusiasta reacción del setenta por ciento de los peruanos a la arbitraria aboli­ción de la Constitución y del Parlamento llevada a cabo por el ingeniero Alberto Fujimori.Vuelvo, pues, al origen de estos papeles para que se comprenda a fondo lo que pretendo decir: cuando los norteamericanos se lanzaron a la lucha contra Inglate­rra lo hicieron en defensa de sus reglas y derechos conculcados ilegalmente por la Corona británica. Era una revolución en nombre de ley y el orden. Una revolu­ción, si se quiere, conservadora, en la medida en que pretendía conservar las con­quistas autonómicas logradas por los estadounidenses a lo largo de siglo y medio. Defendían sus leyes, su voluntad soberana expresada en normas de autogobierno que los ingleses pretendían desconocer o anular. Obviamente, ese comportamien­to rebelde, a todas luces, parecía razonable. Era perfectamente lógico. Los nortea­mericanos empuñaban las armas porque se sentían víctimas de una injusticia: los querían privar del modo de gobierno que ellos mismos habían seleccionado. Contrastemos ahora esa conducta con la de los venezolanos y peruanos frente al golpismo. ¿Qué vemos de inmediato? Pues un espectáculo aparentemente insóli­to: unos y otros aplauden la supresión de sus derechos, el fin brutal del marco ju­rídico que regula la propia convivencia ciudadana; la destrucción de la voluntad soberana supuestamente expresada en constituciones sometidas a referéndum; la desautorización de gobiernos o parlamentos que habían recibido el voto popular. ¿Cómo se explica que tantos venezolanos y tantos peruanos –y me atrevería a decir tantos latinoamericanos– estén dispuestos a liquidar violentamente el siste­ma en el que viven y al que le han dado su aprobación? La respuesta es bastante obvia: porque no sienten que el sistema les pertenece, y mucho menos que el go­bierno administra el bien común, el parlamento los representa y legisla para la fe­licidad colectiva, o que el sistema judicial dirime ecuánimemente las disputas que surgen. Para la inmensa mayoría de los latinoamericanos la democracia es una abstracción sin contenido real, el gobierno algo así como una burocracia insolente y abusadora que roba o despilfarra impunemente, mientras los parlamentos, cuan­do no son corruptos, apenas pudieran clasificarse como estériles sociedades de debates. No se trata, pues, de que los latinoamericanos sean antidemocráticos por naturaleza, sino de que no viven la democracia como una experiencia personal en la que ellos están voluntariamente inmersos, sino la padecen como una imposi­ción extraña, como una coyunda a la que de mala gana se ven sometidos.

La coherencia

Este triste diagnóstico nos conduce a un razonamiento inexorable: si queremos que la democracia sobreviva en nuestro Continente, tenemos que lograr que nues­tros pueblos se identifiquen de forma natural con este sistema, lo perciban como algo propio, lo sientan como un modo de vida voluntariamente asumido. Es de­cir: tenemos que lograr que exista una total coherencia entre la sociedad y la for­ma en que esa sociedad comparte la vida comunitaria. Y mientras no lo logremos, mientras no consigamos segregar la democracia de manera espontánea, vamos a vivir permanentemente al borde del autoritarismo y la arbitrariedad.
¿Cómo se logra ese milagro? Ante todo, hay que aceptar con total realismo una de las más viejas lecciones que dicta la experiencia: los seres humanos acogen y aplauden lo que les beneficia y rechazan lo que les perjudica. La razón por la cual los norteamericanos de fines del XVIII -por lo menos los blancos y propietarios de la clase dirigente- suscribían los valores democráticos y estaban dispuestos a morir (o matar) por ellos, era porque el sistema de autogobierno y leyes propias mayoritariamente aprobadas les había beneficiado. A fines del XVIII las trece co­lonias americanas constituían uno de los espacios más ricos y mejor educados del planeta. Para los estándares de la época, Boston, Philadelphia o New York eran sitios excepcionalmente limpios, ordenados y prósperos, como puede comprobar cualquiera que se asome a los sorprendidos papeles que dejó escrito alguien tan culto y perspicaz como Francisco de Miranda. De manera que el primer objetivo de nuestras democracias, para que puedan perdurar, tiene que ser el de servir efi­cazmente para las finalidades individuales de la mayor parte de los ciudadanos, puesto que nadie aplaude lo que le hace daño o lo que no le brinda ventajas con­cretas.
La segunda e inescapable observación es que no sólo el sistema tiene que servir a los ciudadanos, sino que quienes administran el sistema tienen que asumir humil­demente el rol de servidores públicos, pues de lo contrario los ciudadanos jamás van a creer que ellos son los amos y señores de un estado de derecho regulado por leyes que no establecen distinción entre las personas.
Seamos totalmente sinceros: ¿cuál es en nuestros países la relación entre los polí­ticos electos y funcionarios, de una parte, y el ciudadano de a pie, de la otra? Cuando un latinoamericano corriente y doliente está frente a un ministro, un ge­neral, un diputado, un juez, o un simple policía ¿percibe a su encumbrado compa­triota como un simple servidor obligado a prestarle un servicio por el que se le paga con los dineros del pueblo, o percibe a una autoridad superior a la que debe rendirle pleitesía y dar muestras de sumisión y obediencia, porque estos persona­jes disfrutan de una jerarquía, de una capacidad para dispensar favores excepcio­nales y de un poder que no aparecen recogidos en las leyes, pero que la tradición, desdichadamente, se ha encargado de consagrar?
No debe haber duda: para que la democracia sea posible hay que comenzar por educar a la clase dirigente. Hay que transformar a los líderes y próceres en sim­ples y temerosos servidores públicos. Hay que explicarle mil veces a la burocra­cia gubernamental esa verdad tan simple y tan ignorada de que no es otra cosa que una masa asalariada por las riquezas que la sociedad produce.
¿Cómo puede extrañarnos que los latinoamericanos se sientan alejados del siste­ma en el que viven, si quienes lo administran no se comportan como los ser­vidores públicos que debían ser, sino como capos soberbios y crueles, más propios de las satrapías que de las genuinas democracias occidentales? ¿Por qué pedirles a los latinoamericanos su adhesión emocional a la democracia si el acatamiento igualitario de las leyes no suele incluir a una clase dirigen­te que viola las reglas todos los días con absoluta impunidad? ¿Por qué va a importarles a un venezolano, a un peruano o a casi cualquier latinoamerica­no que un militarote o un presidente desaprensivo elimine o vulnere las le­yes del país, si esas leyes previamente no habían sido respetadas por la clase dirigente violentamente desalojada del poder?
Eso no quiere decir que en otros países, como Estados Unidos o Inglaterra, no existan la corrupción y la venalidad. Lo que no existe es la impunidad. En las de­mocracias que realmente funcionan, las leyes y los tribunales no hacen excepcio­nes, como se vio en el famoso Watergate, y como ahora comprobamos en la interminable indagación sobre el Irangate y la Contra nicaragüense. Por eso sería inconcebible que los norteamericanos saliesen a las calles a aplaudir a un gol­pista. Para un norteamericano, para cualquier verdadero demócrata, las leyes y la Constitución forman parte de su patrimonio espiritual. Son suyas. Las han hecho ellos y para ellos. Por eso las defienden. Por eso mismo nosotros no las defendemos.

La sociedad fragmentada

El divorcio latinoamericano entre las personas de carne y hueso y el gobierno, en­tre el pueblo y el sistema por el que se rige, conlleva otra fatal consecuencia: la fragmentación de la sociedad en grupos adversarios que muestran su insatisfac­ción por medio de una actitud permanentemente hostil hacia los otros estamentos. No constituimos naciones que se mueven armónicamente hacia el futuro. En lugar de la colaboración hemos optado por la permanente confrontación. Los ejérci­tos o los cuerpos policíacos frecuentemente no se comportan como agentes del orden, sino como bárbaras tropas de ocupación desplegadas en países extranjeros. Los estudiantes no son unos jóvenes que dedican sus energías a adquirir conoci­mientos para superarse ellos mismos y contribuir al bienestar nacional, sino son, tienen que ser, se espera que sean, rebeldes profesionales que apedrean autobuses y recurren a la huelga, al motín callejero y a la algarabía para protestar por todo aquello que les molesta. Lo que no puede sorprendernos demasiado si sabemos que sus profesores, asiduamente, les trasmiten un corrosivo desprecio por el mo­delo de sociedad en el que viven. No los conducen a la protesta cívica ni les ense­ñan las virtudes de la moderación, la prudencia o el debate sereno. Por el contrario, les indican que es en el encontronazo y en la violencia donde se en­cuentra la solución a los problemas nacionales.
Sin embargo, también estamos obligados a entender la profunda tragedia que afecta a nuestras universidades y a su plantilla de profesores. Suelen estar mal do­tadas de recursos, abarrotadas, desorganizadas, padecen niveles técnicos y cientí­ficos penosos, se mantienen alejadas de la investigación seria, son refractarias a la originalidad y a la creación, pero quizás lo peor es que apenas mantienen vínculos con la sociedad circundante. No están conectadas con su entorno. No poseen va­sos comunicantes con la industria, el comercio, los laboratorios científicos, y mu­cho menos con el gobierno. Es como si existieran en el vacío, encerradas en una campana neumática que les deja pasar la luz; una campana neumática en la que ven y son vistas, pero desde la cual no alcanzan a dejar oír su voz, porque se han alejado tanto de la realidad que apenas interesa lo que tengan que decir. No creo que nadie pueda ignorar la profundidad de este desconsolador rasgo de América Latina, puesto que es evidente el daño que le produce a cualquier sociedad el hecho monstruoso de que su cerebro se mantenga rencorosamente separado de su cuerpo, y las universidades, aunque nos pese, son nuestros cerebros más calificados.
Por supuesto, ese fenómeno de aislamiento no es privativo –desgraciadamente– de políticos, militares, y del mundo universitario: en mayor o menor me­dida ésa es también la actitud insolidaria de numerosos sindicatos y de otras instituciones gremiales o empresariales. No son capaces de identificar una zona de bien común y defienden hasta el suicidio colectivo lo que ellos creen que son sus intereses, como han demostrado –por ejemplo– los devastadores sindicatos argentinos.

El cuarto poder

¿Cómo se logra poner fin a esta permanente guerra de taifas que subyace en las sociedades latinoamericanas? Nos pasamos la vida hablando de la integración en­tre nuestros países y no nos damos cuenta de que la zanja más peligrosa no es la que está en las fronteras, sino la que yace en el seno de nuestros propios pueblos. Esa raya erizada de alambre de espino que atomiza en grupos adversarios los es­fuerzos de nuestros pueblos e impide que nos movamos con seguridad hacia un mejor destino.
Retomo la pregunta: ¿cómo integrar de una manera armónica los distintos esta­mentos que componen nuestras sociedades? ¿Cómo reconciliar a las gentes con el sistema? ¿Cómo lograr que ese pueblo escéptico e irritado perciba al gobierno como algo suyo y a las instituciones del Estado como entidades propias y legíti­mas en las que se gestionan los asuntos comunes de una manera eficiente y justa?
Tal vez sea útil un rediseño de la esfera gubernamental, porque es ahí donde radi­ca el mayor foco de insatisfacciones. Y la manera más rápida y directa de comen­zar la metamorfosis quizás sea establecer una clara distinción entre gobierno y estado, situando a la cabeza del estado, para proteger los intereses de la sociedad, a un presidente electo por voto directo, que haga las veces de Defensor del Pue­blo, contralor y permanente látigo de la burocracia, mientras la labor de gobierno se le deja a un Primer Ministro nombrado por el Parlamento. En ese esquema el pueblo tendría en el Presidente lo que los romanos tenían en el Tribuno de la Ple­be, los escandinavos poseen en su ombudsman y las sociedades medievales en ciertos reyes de los que se podía esperar la súbita reparación de las injusticias.
Lo que estoy proponiendo es la creación de un cuarto poder: el poder social. Es­toy sugiriendo que se cree una instancia directa entre la sociedad y el gobierno que le dé contenido real al sistema democrático. Un poder capaz de exigirles a los tribunales que cumplan las funciones para las que fueron creados; con legitimidad bastante para no autorizar el gasto injustificado o sospechoso, o para exigir una auditoría inmediata cuando los síntomas de la corrupción sean evidentes; un po­der que separe de sus funciones al militar que se extralimitó, al burócrata venal, prevaricador o incontrolablemente torpe. Un poder al que los ciudadanos sin peso social o sin recursos puedan dirigirse para corregir rápidamente una injusticia. Un poder que no sufra el desgaste de los malos gobiernos, sino que se crezca ante ellos, fortaleciendo la confianza del pueblo en el sistema, al tiempo que contribu­ye a modificar las peores actitudes del sector público.
¿Es utópico plantear un cambio de esta naturaleza en un continente en el que el presidencial¡ sino parece estar tan arraigado? Quizás no lo sea tanto. En América Latina todos, o casi todos, estamos convencidos que hay que intentar unas medi­das excepcionales para conseguir que nuestros pueblos se acerquen a los gobier­nos. Por otra parte, cuando nuestros constitucionalistas calcaron el presidencialismo norteamericano, no tuvieron en cuenta las peculiares circunstan­cias en las que había surgido esa institución, ignorando que era el producto de las riñas y celos entre estados deseosos de preservar su autonomía, elemento que no pertenece, ciertamente, a nuestra realidad histórica.
Por el contrario, este semiparlamentarismo que ahora propongo, concebido para los problemas particulares que nos afectan, tendría, además, otra extraordinaria virtud: serviría para disolver sin traumas los gobiernos que hubiesen perdido el respaldo mayoritario antes de terminar su período. ¿Por qué mantener en el pues­to de mando a alguien que ya no satisface la voluntad popular? Y, sin embargo, ¿por qué prohibirle que continúe gobernando cuando el pueblo está satisfecho con su labor? Son tantas las ventajas de crear una presidencia que enérgicamente rep­resente al estado, a la sociedad, y un premierato que se dedique a gobernar, que no dudo que esta propuesta pueda ser admitida por muchos políticos latinoameri­canos de talante liberal.

El fin de la segmentación

Naturalmente, la creación de ese cuarto poder, aunque sería utilísimo, no podría por sí solo poner fin a la profunda segmentación que afecta a nuestra sociedad. El gobierno tendría que hacer un esfuerzo mucho mayor por romper las barreras que separan a los distintos estamentos sociales.
Esa quizás no sea una tarea imposible. Y donde acaso resulte más sencilla de lle­var a cabo es en la integración de la universidad a las tareas de la administración del estado. ¿Por qué no se sientan los representantes de los Ministerios de Salud en las facultades de Medicina? ¿Por qué el Decano de la Escuela de Medicina –o quienes se designe– no toma parte en las decisiones del Ministerio de Salud? ¿Por qué los laboratorios médicos o las compañías de seguros que operan en el campo de la salud, o los colegios profesionales pertinentes no forman parte de consejos consultivos integrados a la labor de gobierno? ¿Por qué no se utiliza a los estudiantes como fuerza laboral en su zona de especialización?
Por supuesto, este ejemplo, reducido a la Facultad de Medicina por razones de brevedad, puede extenderse a casi todo el ámbito de las actividades profesionales y académicas. ¿Por qué los estudiantes de Derecho no pasan una buena parte de su tiempo en las notarías, los penales, los juzgados, o las comisarías? ¿Por qué las academias de policía no funcionan como una dependencia más de la Facultad de Derecho, no lejos de las escuelas normales o de enfermería? ¿No estamos todos de acuerdo en que cuidar el orden es algo tan necesario como enseñar a leer o a coser las heridas? ¿Por qué, entonces, se margina a los po­licías y militares? ¿No sería mucho más razonable romper los guetos castren­ses e integrar a militares y policías con el resto de la sociedad? ¿No debería haber en nuestras universidades facultades de criminología capaces de formar los muy importantes cuerpos de seguridad?
Lo que quiero decir es que para lograr el triunfo de esa democracia liberal que to­dos deseamos, el gobierno tiene que hacer un esfuerzo descomunal para concertar sus actividades con la sociedad civil, incorporarla, consultarla, y en muchos ca­sos, devolverle totalmente la responsabilidad de tomar las grandes decisiones na­cionales.
¿Por qué los gobiernos tienen que precisar, en la cúspide, lo que se enseña en las escuelas o en las universidades? ¿No es mucho más sensato que esas institucio­nes se autorregulen de manera autónoma? Es verdad que Estados Unidos no es el mejor modelo educacional en nuestros días, pero no es menos cierto que lo más admirable de ese sistema, las escuelas de estudios universitarios especializados –las graduate schools– tienen sus propios mecanismos de verificación de cali­dad, pactados entre las propias instituciones, y sin que Washington tenga absolu­tamente nada que opinar.
¿Qué hace el gobierno, por ejemplo, otorgando licencias de conducir? ¿No es esa actividad algo que compete a un ciudadano que quiere guiar un coche, una perso­na o una escuela que lo enseña a hacerlo y una compañía que debe asegurarlo?
¿No es preferible que ese permiso lo extienda un organismo creado entre quienes tienen un interés real y legítimo en el asunto, marginando al gobierno de una acti­vidad en la que sólo va a añadir torpeza, burocracia y corrupción?
Porque otra forma de acercar la democracia a nuestras sociedades consiste en ali­gerar al gobierno de tareas innecesarias y costosas que inevitablemente va a de­sempeñar mal, enconando los ánimos de una población ya exasperada por la ineficiencia del aparato burocrático. Lo que nos devela una de las más hermosas paradojas del recetario liberal: los políticos liberales, si son honestos y consecuentes con su credo, tienen que luchar por conquistar su propia insignificancia. Tienen que conseguir que el peso de la sociedad civil sea infinitamente mayor que el del sector público, de manera que sea posible el milagro de la eficiencia, la productividad y la creación de riquezas, elementos en los que también descansa el apoyo al sistema democrático.
Esto es conveniente subrayarlo una y otra vez, porque la más destructiva mentira que hoy se escucha en nuestras tierras es ésa que comienza por admitir, a regaña­dientes, el fracaso del modelo marxista, para a continuación afirmar que la demo­cracia y la economía de mercado tampoco han funcionado en América Latina, dejándonos así en el más absoluto desamparo. Y eso, sencillamente, no es cierto. La democracia sí funciona, pero hay que hacer las cosas bien, y creo que los libe­rales saben o deben saber cómo hacerlas correctamente.
Fuente: El Blog de Montaner

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