1. El futuro se perdió para la mayoría de los venezolanos. No es que no exista sino que no se ve. La mayoría del país ha nacido o crecido en estos veinte años de desmantelamiento de lo construido en medio siglo. Para muchos vivir es buscar agua, tratar de conseguir una bombona de gas, llevarle el pulso a los cortes de electricidad, resolver el rompecabezas de conseguir comida y medicinas –sea que no haya, sea que es muy cara–, y soportar la indignidad de servicios de salud y de educación vueltos escombros, transporte público destartalado, y esa forma perversa de redistribución del ingreso que son las alcabalas policiales, militares, paramilitares, que recorren las vías devastadas del país. La idea de vivir ha sufrido esa asombrosa mutación en la que vivir es padecer, salvo los momentos familiares y amistosos a los que el confinamiento obliga.
2. No es lo mismo para el que está afuera, pero estar afuera con la tragedia del país en el alma tampoco es vivir. No es un problema académico. Todo el que está en el exterior tiene familia, amigos, conocidos, con los cuales se padece. Nadie que esté fuera renuncia a tener el día a día venezolano en la cabeza. Venezuela hoy está en todas partes y a veces en ninguna.
3. Ha sido un proceso en el que los lazos que nos constituían se fueron deshilachando, en unos casos en forma violenta y, en otros, al compás de un hijo que se va, el amigo que salió, el vecino que consiguió una oportunidad, el primo que fue a tentar la suerte de cualquier modo. Aquello que fuimos no existe salvo en nuestros recuerdos. Cada vez más somos lo que fuimos los hoy adultos, las remembranzas de lo que éramos antes de la hecatombe. Esas memorias las transmitimos a hijos y nietos, pero se esfuman, se van con los días, son otros los derroteros.
4. Hay un pequeñísimo sector que viaja, va y viene, que puede alargar sus brazos para los afectos de aquí y de allá. Tal vez el que puede estar en todas partes, pero si no pertenece a la costra mafiosa, también le toca lo suyo: el esfuerzo porque los lazos se reafirmen, la búsqueda de compartir con los amores entrañables en donde se pueda. Ninguna prosperidad puede ignorar los escombros sobre los cuales existe.
5. De esta situación ha emergido un relato que asume algo parecido al fin de la historia. Esta vez sin final feliz. Estos malhechores llegaron para quedarse, no se quiso, no se supo o no se pudo salir de ellos; ahora, exhaustos, lo que queda es calársela. Ese relato se fundamenta en un hecho cierto: la derrota de los que luchan por la libertad en estos años, en estos tiempos. De esta constatación se desprenden actitudes.
6. Hay quienes con ciertos recursos tratan de manejar la situación, de sobrevivir en sus empresas, en sus trabajos, en sus oficios. Son los que torean las circunstancias y construyen cada tarde lo que será la mañana siguiente, y cada mañana lo que será la tarde. Gente matraqueada por todos lados pero que ha elegido –o mejor, ha podido elegir– bracear en esa tormenta con el ánimo de tocar tierra un día de estos. Están los otros, los que aplican la consigna según la cual si no puedes vencer al enemigo, mejor te le unes, no vaya a ser… Son los que se amoldan, obtienen beneficios, compran empresas, y hasta se incorporan al cuento del régimen según el cual, “todos cabemos”. El buenismo desalmado.
7. Existe la mayoría de ciudadanos sobre la cual caben dos miradas. La más evidente me la describía una persona muy cercana, quien después de un viaje al interior de Venezuela y en respuesta a mi pregunta de cómo veía el país, me respondió con una palabra que lacera: apagándose. Imaginé una vela que alumbra una pequeña sala sin luz eléctrica, sin demasiado que comer y nada con lo cual pasar las horas, que se extingue.
8. Hay otra mirada: la que ve la rabia, la que ve en los rostros el rictus del “no puede ser”, la que acumula la fuerza espiritual para cuando la hora sea llegada. Es el país que resiste, el que tiene en su silencio el tribunal que juzga a los causantes del desastre, el que levanta su paraguas atómico y sobrevive, el que todavía sonríe con el amigo, el que le disimula a los hijos su tormento. Ese país que resiste es la reserva más importante de esta hora. Por encima del teatro mexicano y del sainete electoral está la resistencia cotidiana: el decir “no” a lo que se pueda en medio de la soledad, el conocimiento exacto de quiénes son los enemigos y sus secuaces. Esa velita temblorosa, como todas las que se quedan olvidadas en la mesa, nerviosas, solitarias, anuncia el incendio.