Corría el año 2016 cuando el FBI y el departamento de justicia celebraron una reunión para proceder a abrir una investigación por corrupción relacionado con la Fundación Clinton. Las razones eran varias y entre ellas destacaban que la Fundación Clinton había recibido millones de dólares en donaciones de países extranjeros mientras Hillary Clinton servía como secretaria de estado, el equivalente al ministro de asuntos exteriores de esos países. De hecho, más del 40 por ciento de los principales donantes de la Fundación Clinton se encontraban en naciones extranjeras que iban de Arabia Saudí a los emiratos árabes unidos pasando por Bahrain, Borneo, Argelia y Qatar, pero incluyendo también a Taiwan, Noruega, Gran Bretaña, Alemania, Italia o Irlanda. No podía caber la menor duda de que existía un escandaloso conflicto de intereses entre el papel que representaba Hillary Clinton en el gobierno de Estados Unidos y las acciones de su fundación. Sin embargo, el presidente Barack Obama detuvo la investigación del FBI impidiendo así que pudiera perjudicar la carrera de Hillary Clinton hacia la Casa Blanca. De manera bien significativa, a las pocas horas de la derrota electoral de Hillary Clinton, Noruega se dio de baja de la lista de donantes de la Fundación Clinton.
Sería ingenuo pensar que los conflictos de intereses de la administración Obama acabaron con Hillary Clinton porque, de hecho, el actual candidato demócrata a la presidencia Joe Biden es un ejemplo de libro de lo que NO hay que hacer en el terreno del conflicto de intereses. Examinen si no la reciente historia que ha salido a la luz aunque sin merecer una especial interés de los medios por difundirla.
En el año 2015 tuvo lugar la muerte de Beau Biden, hijo de Joe Biden, a causa de un cáncer de cerebro. Dos años después Joe Biden creaba una entidad denominada La Iniciativa para el cáncer Biden – The Biden Cancer Initiative – como una organización benéfica destinada a tratar esta enfermedad. La Iniciativa para el cáncer Biden se ha visto puesta seriamente en entredicho en los últimos días. La razón de ese cuestionamiento de la fundación de Biden es que los fondos recogidos por la entidad se dedican más a pagar los elevados sueldos de sus ejecutivos principales que a su tarea de combatir el cáncer. Según las declaraciones de impuestos de 2017 y 2018, la entidad de Biden recibió y gastó 4.8 millones de dólares. Más de 3 millones de dólares de la citada cifra fueron empleados en salarios y otros beneficios de los altos empleados. Los datos al respecto resultan bien reveladores. El presidente de la entidad creada por Biden, Greg Simon, se embolsó de los fondos de la misma $224,539 en 2017 y $429,850 en 2018. Su vicepresidenta, Danielle Carnival, recibió $391,897 durante ese mismo período de tiempo. No deja de ser llamativo que ambos individuos procedían del programa Cancer Moonshot program bajo la administración Obama. Pero ahí no acaba todo. En el segundo año de funcionamiento de la entidad fundada por Biden, la directora de comunicación Cecilia Arradaza recibió $171,012, la directora de política científica Catherine Young ganó $170,904 y la directora de gestión Lisa Simms Booth se llevó $197,544. Las cifras resultan escandalosas ya que la media de las organizaciones benéficas para el salario de sus altos ejecutivos es de $126,000 al año. Se trata, ciertamente, de una cifra muy lejana de los $224,539 que Simon recibió en 2017 y casi una tercera parte de los $429,850 que se llevó en 2018. En su conjunto, los salarios constituyeron casi el 65 por ciento de los gastos de la entidad de Biden aunque se suele recomendar que ese capítulo no supere nunca el 25 por ciento.
En contraste con esos gastos salariales, la entidad creada por Biden empleó 740.000 dólares de los $1.7 millones del resto de sus gastos en convenciones, reuniones y conferencias. Los millones recibidos por la organización fundada por Biden de manera mayoritaria procedían de cincuenta y siete patrocinadores que incluían a compañías sanitarias y farmacéuticas.
Es precisamente esta última circunstancia la que plantea un claro conflicto de intereses ya que esos donantes podrían esperar un trato especialmente beneficioso de llegar Biden a la Casa Blanca al tener intereses relacionados con cuestiones regulatorias o financieras que ha de decidir el gobierno federal. Esa circunstancia no se ve, en absoluto, disminuida por el hecho de que en julio de 2019 y ante la perspectiva de ser el candidato demócrata a la Casa Blanca, tanto Biden como su esposa se distanciaran de la organización que habían creado.
Lamentablemente, no es la primera vez que la sombra de la corrupción planea pesadamente sobre la trayectoria de Joe Biden. Así, su hijo Hunter recibía 50.000 dólares al mes por estar en el consejo de administración de la empresa ucraniana Burisma sin tener la menor idea de la gestión relacionada con esta corporación. Cuando la compañía fue investigada por un fiscal ucraniano, Joe Biden logró que el gobierno ucraniano lo destituyera mediante la retención de fondos americanos destinados a Ucrania. El propio Biden se jactó en público de su acción y no debe sorprender porque Ucrania es una nación extraordinariamente corrupta en la que, según el testimonio de algunos de sus legisladores, existe una tarifa específica para la venta del voto en el parlamento ucraniano o Duma según cuál sea el asunto. De forma no menos reveladora, Hunter Biden se vio envuelto también en un lucrativo acuerdo con China decidido por su padre Joe Biden y, por si lo anterior fuera poco, una compañía de construcción en la que trabajaba James Biden, el hermano de Joe, recibió un contrato de mil quinientos millones de dólares para realizar tareas de construcción en Iraq precisamente cuando Biden era el encargado de supervisar la política americana en Irak. Quizá sea todo casualidad en lugar de descarada corrupción, pero, como señaló el presidente F. D. Roosevelt, “en política la casualidad no existe y cuando existe es que ha sido cuidadosamente planeada”.
El conflicto de intereses constituye un verdadero cáncer que amenaza con destruir la democracia. Que, por ejemplo, un ministro de Hacienda haya fundado un despacho de asesores fiscales al que deriva a algunos de los grandes investigados de la Agencia tributaria o que aproveche su cargo para favorecer a determinadas empresas es no sólo tercermundista sino que indica la inmensa corrupción del ministro, la necesidad de que acabe sus días en prisión y la criminalidad inherente al ejercicio de su cargo.
Si ese conflicto de intereses se da además siendo la ministra de asuntos exteriores de la primera potencia del globo, las consecuencias son para echarse a temblar por la repercusión que puede tener en todo el mundo.
Si además es una acción sistemática y repetida como en el caso de Joe Biden constituye causa suficiente como para esperar su salida de la política cuanto antes.
La trayectoria personal de Biden en el conflicto de intereses viene de lejos. A su sombra y sin la menor cualificación profesional, su hermano James y su hijo Hunter recibieron más que bien remunerados empleos en áreas para las que no estaban capacitados en absoluto, pero que se vieron directamente influidas por la acción de Joe Biden.
Ahora el escándalo estalla en relación con la entidad fundada por Joe Biden para erradicar el cáncer. Que Biden perdiera un hijo como consecuencia de esta dolencia sólo merece nuestro más sentido pésame y nuestra compañía en el dolor. Sin embargo, esa actitud no puede servir de excusa para tolerar que la fundación de Biden para el cáncer gaste tres cuartas partes de sus ingresos en pagar abultados salarios y mucho menos de la cuarta parte restante en intentar erradicar el cáncer. Todo ello mientras los grandes donantes son precisamente entidades que se benefician de las normas que en el terreno de la industria sanitaria y de la farmacéutica puedan derivar de la acción presidencial.
Resulta difícil no ver que Biden constituyó en su día una fundación que, supuestamente, combatiría el cáncer con la finalidad de recibir dinero de lobbies interesados en granjearse la buena voluntad del posible presidente y que, por añadidura, ni siquiera una parte razonable de ese dinero ha ido a combatir el cáncer sino a llenar los bolsillos de personajes vinculados en general con la administración Obama y que obtienen salarios muy superiores a la media del sector. Semejante actuación plantea un claro y enorme conflicto de intereses, despide un fuerte hedor a corrupción y, sobre todo compromete, el futuro gobierno de la nación ya que no resulta difícil ver cómo podría emplearse el dinero de los contribuyentes con la excusa de impulsar la calentología con el Green New Deal, la ideología de género o la sanidad para todos. Miles de millones de dólares estarían a disposición de un presidente que ha demostrado su clara voluntad de incurrir en el conflicto de intereses si así le convenía económicamente a gentes cercanas a él como los miembros de su familia.
En 2016, la derrota electoral impidió que Hillary Clinton pudiera llegar a la Casa Blanca y ampliar las acciones de la inmensa corrupción de la fundación que lleva el nombre Clinton. En 2020, la derrota electoral de Biden puede salvar a los Estados Unidos de un riesgo no menor porque a los clamorosos conflictos de intereses se suma su abducción por los socialistas de su partido.