Estamos a muy poco de cerrar el año 2021 y abrir el 2022. Penosamente, en Bolivia esos momentos, que para la mayoría de las personas significa nuevas oportunidades y renovadas dosis de esperanza, se nos presentan como un negro panorama. La razón es sencilla: en dictadura no hay nada que festejar.
El terrorismo de Estado es el mecanismo que usan las dictaduras del Socialismo del siglo 21 para sostenerse en el poder. Este consiste, básicamente, en usar las instituciones estatales para atemorizar y reprimir a la población. Las prácticas pueden ir desde el chantaje económico ― el estudio titulado Paying Taxes 2019 ubicó a Bolivia entre los peores infiernos fiscales del mundo, ocupando el puesto 186 de 189―, pasando por la destrucción de la moneda ―la inflación es una forma perversa de falsificación, pues al incrementar la base monetaria se reduce el valor del dinero que ya está circulando―, hasta la tortura física ―hace poco se hicieron públicas las agresiones que sufrió la expresidenta Jeanine Añez―.
En Bolivia la confrontación es entre democracia y dictadura, que son dos formas antagónicas. Puesto que el régimen ―apoyado por el sistema de crimen organizado trasnacional del Socialismo del Siglo 21― usa la violencia contra su propia población. Por ejemplo, en los conflictos de noviembre pasado se vio a grupos de choque agredir a las personas que protestaban contra la ley 1386 (una de las tantas leyes nefastas de inspiración castrochavista).
Asimismo, cuando la población tiene que dedicar casi todo su tiempo a defenderse de su propio gobierno, no tiene posibilidad de prosperar. Ya que no le queda ni ganas ni tiempo. Por ende, la pobreza se incrementa.
Además, las dictaduras destruyen todo marco institucional. Cosa que los mercados internacionales, tarde o temprano, acaban percibiendo. Por eso, no debería sorprendernos que, en septiembre pasado, la firma calificadora Moody’s haya reducido la calificación de Bolivia de estable a negativo. Eso debido a la caída de los ingresos del país, erosión fiscal, menor ingreso de divisas por la venta de hidrocarburos y a la incertidumbre política.
Para el 2022, aunque las variantes delta y ómicron del COVID no representan amenazas tan serias como se pensaba, el gobierno nacional deberá enfrentar la falta de financiamiento, algo que arrastra desde inicios del 2021. Igualmente, la magnitud del déficit fiscal es tan grande, que el 40 % de los recursos que gastará el gobierno el próximo año viene de financiamiento interno o externo. Esto significa más créditos de organismos multilaterales o venta de bonos a las AFP. En suma, el gobierno piensa gastar 40 % más de lo que generaría como ingresos. Y para eso, no va a dudar un segundo en meter mano a los ahorros de los trabajadores, como ya lo ha estado haciendo.
Mauricio Ríos García, en su artículo titulado ¿Podrá Bolivia asumir los desafíos que 2022 le depara?, manifiesta lo siguiente:
El gasto permanece en niveles récord y está siendo financiado fundamentalmente con ahorro privado. Esto significa que los mayores riesgos se están trasladando al último sector de la economía nacional que queda de pie y que ha ayudado en gran medida durante la crisis, a diferencia de otros períodos críticos donde más bien era parte importante de la crisis: el sistema bancario y financiero.
En resumen, el régimen, más pronto que tarde, terminará con el dinero de los demás. Empero ―como la dictadura se sostiene en la mentira― va a culpar a otros de sus propios fracasos. Los chivos expiatorios serán los de siempre: Comités Cívicos, líderes opositores (ya detuvieron a Marco Pumari), la Iglesia católica, periodistas independientes y cualquier ciudadano que se atreva a levantar la voz.
Así están las cosas, si como bolivianos no nos unimos contra la tiranía, muy pronto no quedarán ni siquiera los pequeños espacios de libertad que todavía gozamos.
¡Nadie se cansa! ¡Nadie se rinde!
Fuente: PanamPost