La Historia, pesa.
El Partido Demócrata no ha podido a lo largo de su historia deslastrarse de ese pesado sello de origen que le imprimiera su fundador, el presidente populista Andrew Jackson, esclavista de negros y exterminador de indigenas. Fue el Partido Demócrata quien inició la guerra civil (1861-1865) por defender la esclavitud; fue quien la prolongó durante la reconstrucción, al punto de contar varios de sus lideres como miembros del Ku-Klux-Klan. Sus mejores momentos tuvieron lugar cuando hizo lo posible por distanciarse de su pasado sectario y radicalizado, situándose hacia el centro del espectro politico en presidencias como la de Wilson (1913-1921), Roosevelt (1932-1945), Truman (1945-1953), Kennedy (1960-1963) o Clinton (1993-2001).
Pero eso ya no parece importar a la dirigencia del Partido Demócrata, que hoy se presenta como portavoz de una tendencia política cada vez más radical. El peso de la historia, se llama eso. Para entender este cambio de 180 grados, hay que comprender el cambio ideológico que se ha venido produciendo en los Estados Unidos. Pero en lugar de una explicación extensa sobre el impacto de las universidades y la conquista de cátedras claves por el izquierdismo, o una investigación al estilo Dinesh D’Souza, o sobre postmodernismo que pueden encontrar en este blog, creo que es más fácil comprenderlo a través de una sencilla comparación sobre la respuesta moral de la sociedad ante dos hechos públicamente notorios.
El primer hecho es este: El pasado 25 de mayo George Floyd, un ciudadano de 47 años, murió por la negligencia de la policía que lo retenía en custodia por circular un billete falso y resistirse al arresto. El ciudadano había sido sentenciado por nueve delitos previamente, entre ellos, robo a mano armada, aunque esto es irrelevante para calibrar la criminalidad del hecho, pero no la reacción de indignación popular, que lo interpretó como un crimen racial luego de aparecer en los medios fragmentos del video del arresto. Esta muerte significó la destrucción del centro de ciudades como Minneapolis, Saint Paul, Los Angeles, Portland, Seattle, Nueva York, Miami, entre otros puntos azules en el mapa, por la turba enardecida.
Ahora veamos el contrapunto: Cannon Hinnant, un niño de 5 años, muerto de un balazo en la cabeza recibido, mientras montaba bicicleta frente a su casa, por su vecino de 25 años. Este hecho, sucedido el pasado 16 de agosto, generó algunas tibias protestas por redes sociales.
La ética del Hombre Nuevo … Demócrata
Sería un error interpretar la reacción popular como producto de una búsqueda de justicia que el sistema institucional de los Estados Unidos es incapaz de proveer. Estados Unidos es el país donde los jueces son conocidos por su independencia, que no les viene de una bondad intrínseca o consustancial con su carácter sino de dos motivos que otros países no comparten: son elegidos popularmente y los de mayor escalafón duran en el cargo de por vida, como se indica en este reporte.
Esta realidad objetiva es criticada por la narrativa «progre» de grupos de izquierda, especialmente el ala radical, que hoy condiciona al establishment del Partido Demócrata, como lo relata The Washington Post. Según estos, hay una desigualdad institucionalmente creada por el sistema de poder que administra la Constitución de los Estados Unidos, creada por los Padres Fundadores en 1787, quienes después de todo, eran blancos, protestantes, y muchos de ellos, esclavistas. La candidata demócrata a VicePresidente, Kamala Harris, habla de un «racismo estructural», evocando por cierto, un lenguaje neo-marxista sobre las «condiciones estructurales» de opresión bajo el sistema capitalista. Sin embargo, ese es el mismo sistema de poder que liberó en 1863 a los esclavos, que liberó a Europa dos veces de militarismos y totalitarismos, que consagró las leyes de Derechos Civiles en 1964 y todas las interpretaciones jurisprudenciales a favor de los derechos de minorías, incluidos latinos, feministas, y homosexuales.
Por eso, el contraste entre el escándalo ante la muerte de un sujeto de 47 años que se resiste al arresto frente a la indiferencia por la muerte de un niño de 5 años que paseaba con su bicicleta, ambas bajo circunstancias de agresión racial, denota que la preocupación de los manifestantes tiene que ver con su carga ideológica y no con la búsqueda de justicia. Sencillamente, George Floyd es víctima de un sistema estructuralmente injusto, que es preciso reemplazar por medios violentos y destrucción, si fuere necesario. Esa destrucción debe alcanzar la historia (estatuas, por ejemplo), porque ella es la base de la interpretación sobre quienes somos y qué aspiramos como civilización. La destrucción de estatuas es esencial en el objetivo politico de Black Lives Matter, como claramente lo han declarado al mundo. En cuanto a Cannon Hinnant, la próxima vez, que no salga de su casa.
Lo preocupante es que este ethos, esta forma de entender el mundo y a los Estados Unidos como sistema llegó al Partido Demócrata en 2008, de la mano del Presidente Obama, quien no supo interpretar su extraordinaria elección como primer presidente negro de este país, para catapultar a su partido como ejemplo de tolerancia democrática. Obama se enfrentó al establishment de los Clinton que entonces (ya no) representaban la versión centrista de la política demócrata. En su lugar, Obama hizo una de las presidencias más divisivas que haya conocido la historia, creando un discurso de enfrentamiento racial como nunca se viera antes. Eso y no The Apprentice, explica la llegada de Donald Trump al poder en 2016. Pero en lugar de reflexionar sobre este enfoque, la dirigencia demócrata apuesta por un cambio demográfico a favor de unos Estados Unidos «multicolor», que en teoría suena estupendo, si no fuera porque para lograrlo, esta dispuesta a permitir una inmigración irrestricta, y una política de tolerancia por el color de la piel, que esgrime tras la apariencia de «compensar» por la victimización de esas minorías.
Nada es más peligroso que un politico en busca de votos. Aristófanes, genio comediante de 444 A.C. decía que el problema con la democracia ateniense, es el político bribón, que en el sistema de votos se acaba imponiendo frente al político responsable, porque promete lo que sea. Para ello, busca enfrentar un sector de la sociedad contra otro, porque aprovechan la ira popular para catapultarse en el poder.
Esto lo sabe muy bien Joe Biden, candidato actual, quien preferiría ir al centro politico, pero no puede porque no lo dejan sus votantes, por lo que su agenda política es sencillamente una colección de promesas a esos grupos y grupúsculos de izquierda de todo pelaje que lo apoyan, a falta de solución más radical. Tranquilamente, Biden se deja llevar al camino de un radicalismo cada vez mayor, pues los miembros de su partido que están predominando son los Ocasio-Cortez; no los Buttigieg. Y como sucede en política bajo las democracias, desde Aristófanes hasta hoy, al escepticismo de los violentos en la calle se ha sumado el afán por conquistar el poder a como dé lugar.