En 1901 nació en Chicago Walter Elias Disney, a quien el mundo terminó conociendo como Walt Disney, o sea, sin lo que los estadunidenses suelen llamar “the middle name”. Si trasladáramos a la realidad “la república” que estatuyera, no otra calificación pudiera atribuirse a este genio que muriera un diciembre de 1996, que el de “un gran constitucionalista”.
No sabemos si habrá estudiado a Juan Jacob Rousseau o si alguien le habló del “contrato social”, pero lo que no puede negarse es que terminó concibiendo a una sociedad tan próspera, que provoca imitarla. Además, tan bien estructurada que el pueblo llora por su muerte y ha de secarse muchísimas veces las lágrimas, cuando percibe que decadas después es mucho más hercúlea y hasta eterna. De llegar a desaparecer una terrible tristeza cundiría en sus sufragantes, incluyendo a abuelos, padres, tíos, hijos y nietos. Y no es exagerado pensar que la tasa de suicidio induzca a consultar a los servicios de salud, pues podría resultar elevada.
Es para preguntarse acerca de las razones por las cuáles el éxito constitucional alcanzado por Mr. Disney no haya sido posible en otras tipologías societarias, en rigor un cuestionamiento de la propia “racionalidad humana”, presuntamente, la vocación de la persona a la obtención de los logros de la misma humanidad. En el fondo un cuestionamiento a la apreciación de Yuval Noah Harari en lo concerniente al “homo sapiens”, a quien el escritor reputa exitoso como consecuencia de su “capacidad de cooperación a gran escala” y guiado por el dinero, el imperio y las religiones”. Será acaso cuesta arriba que estos tres mitos, o “poderes unificadores”, como los llama el propio Harari, más que unidad, han generado lo contrario. La realidad, sin dudas, revela que la desunión no ha estado ausente y que las ficciones (dinero, imperio y religiones) han sido más bien conflictivas. No así en el mundo de Disney, esto es, en esa especie real de un verdadero “constitucionalismo mágico”.
La academia, ha de afirmarse, está impregnada de analisis con respecto a la evolución del constitucionalismo, cuya prolijidad no deja de ser notoria. El profesor argentino Roberto Gargarella aduce que “la organización del poder en las constituciones latinoamericanas prosigue bajo la influencia de los rasgos elitistas y autoritarios, propios del momento liberal y conservador que rigiera en la región entre los años 1850 y 1890”, por lo que no es cierto que a raíz de las cartas fundamentales de Colombia (1991), Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009), se haya generado un “nuevo constitucionalismo”, pues lo estatuido es muy similar a lo que poseíamos. Puntualiza con respecto a dos marcas definitorias de las últimas “leyes de leyes”, la primera referida a “frenos y contrapesos” con respecto al Primer Magistrado, el “príncipe democrático”, como lo llama Sergio Fabrini (2009), por parte de legisladores y jueces. El otro distintivo del conjetural nuevo constitucionalismo consiste en una particular “lista exponencial” de derechos sociales, culturales y económicos. No se necesita ser sabio para concluir, en lo relativo a este repertorio, el cual tornase más largo con cualquier reforma del “texto superior”, que se le considera desdeñosamente una especie de salvamento del sistema político a los sufragantes ofreciéndoles participación en lo concerniente a las providencias a adelantar. La necesidad de ampliar el marco de la iniciativa popular ha surgido, entones, como bandera. Literalmente se ha escriturado, pudiera decirse. Pero en lo substancial, se ha quedado en expectativas.
El quid, cansa repetirlo, está en la dinámica voracidad para escriturar preceptos y en la aletargada pasividad, negligencia o manifiesta intención de observarlos. Esta última es, tal vez, la razón para que el bonarense califique a la Constitución como “una apuesta a futuro”, lo que pareciera tener su raíz en su paisano Juan Francisco Alberdi, para quien “el ordenamiento constitucional y jurídico en general “es en esencia dinámico y continuamente progresivo de la vida social”. La dificultad ante las apreciaciones de tan destacados “pibes”, pasa lamentablemente por la desigualdad y perentoria necesidad de atenderla mediante la educación y el trabajo y no de prebendas, como contraprestación al sufragio. No sabemos si Walter Elias Disney leyera a Marx y compartiera las diferencias con su “pana” Engels, ambos convencidos que el problema del mundo era de índole económica, discrepando en la metodología para resolverlo. Quizás Mr. Disney se hubiese fijado más bien para edificar su “República” en la muy remota peripecia de que el proletariado se apoderada de la maquinaria del Estado a fin de reconducir una nueva edificación social. Razón tuvo, pues el pueblo hoy prosigue pellizcando pedacitos a los poderosos. Y los gobiernos en portadores de algunas palabras mal aprendidas para imponer constituciones cuyas aparentes buenas intenciones se quedan en la linotipia.
Se escribe, asimismo, que la concesión de más derechos a los sufragantes, si bien es cierto que roza en apariencia la atención a los dramas sociales, han terminado como una especie de prenda a la ciudadanía a cambio de dañinas prácticas reeleccionistas, como las de Menen en Argentina y Fujimori en el Perú. Lo propuesto y lo escriturado, como habitualmente, de manera engañosa.
Preocupación genera, asimismo, “la militarización” de los gobiernos derivados de trampas electorales, tan bien ideadas, que dejan al elector con una simple banderita que demanda bastante viento para que pueda leerse la consigna “El Presidente carece de legitimidad de origen”, generándose una parodia, pues el presunto Jefe de Estado como que respondiera que tiene además la de “ejercicio”, posición que “el rearme” hace cumplir. Pero, ademas, conjuntamente, con apoyo popular de segmentos que moran en el mundillo de las prebendas del régimen.
Finalmente, pudiéramos afirmar que si Marx y Engels visitaran “Disney World”, el primero le diría, “Friedrich el capitalismo tiene sus virtudes”. El último saca de su bolso “La rebelión en la Granja y Alicia en el País de las maravillas” y Mark reacciona “guárdalos”.
Las enmiendas y reformas de la Constitución de Disney, a la iniciativa única y exclusiva de Walter Elias Disney.
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@LuisBGuerra