El contrato social ha devenido una expresión con respecto a la cual una mayoría tiene, por lo menos, una idea. Entiende lo que es contratar, tal vez, mucho más que lo “social”, palabra que, sin embargo, no ignora. Está consciente de que una constitución propende a cómo ha de ser un país, aprobada mediante el voto popular. No desconoce, tampoco, que es “el pacto social”. Es para algunos “sinónimo” y “parecido” en lo tocante a otros.En política, cuando está atada a la metodología de no tener miedo al discursear, se induce a los oyentes, por lo menos, a una idea de que “el contrato constitucional” disciplina a gobernantes y pueblos. Pero ello no obvia la incertidumbre de que sí se alcanzaran los resultados planteados. Por ello, la apreciación aldeana, “las constituciones han servido para todo”.
Acercándonos a lo académico, conformidad de que las revoluciones americana y francesa testimonian que la observancia del orden normativo supremo “pactado” posibilitaría “la utilidad común”. Así mismo, el poder constituyente reposa en el pueblo, “el contrato” garantiza derechos y libertades humanas y el gobierno condicionado a los preceptos estatuidos. Ese es el espectro, suele afirmarse.
En el contexto real, sin embargo, lo escrito y lo cumplido no se complementan, generándose desesperanza. Se cuestiona como no observar las reglas de conducta convenidas en procura de que todos, incluyendo a los excluidos, accedamos al bien común y a una aceptable igualdad. Una apreciación objetiva conduciría a que se trata de una titánica lucha que en algunas partes no ha comenzado y donde sí las falencias son evidentes. Las mutaciones constitucionales se usan para retroalimentar la esperanza y mucho más donde el nivel político sea deficiente. Esa es una de las consecuencias más vividas. En América Latina, por ejemplo, es usual que se repinten los textos, relativizándose el dilema, pero, también, la pretensión de refundar republicas, el supuesto venezolano. En Chile se trabaja en una nueva Carta Magna como alternativa ante estallidos sociales por el disgusto ante la desigualdad social. Se pregunta “Serán acaso manifestaciones de las elites, que amainan la protesta para dosificar el reclamo popular? El canciller chileno admite que el país logró encauzar una fuerte crisis política mediante un proceso genuinamente democrático y altamente participativo, como lo revela un plebiscito para iniciarlo y otro a fin de ratificar el contrato social. Arguye, además, que se observarán los principios atinentes al régimen republicano y democrático. Bastante distinto a los supuestos de Venezuela, Ecuador y Bolivia (Andrés Allamand).
Un examen vecino a la moderación revela, tristemente, que ha estado bastante lejano de convertirse en obra lo que el pueblo constitucionalmente escribe, pero lo más grave, por siglos. La diversidad de criterios de otrora y hoy prosiguen: 1. Jean Charles Rousseau, para quien el hombre está llamado a crear por agregación una suma de fuerzas, que potencie una forma asociativa capaz de defenderlo y protegerlo integralmente. Y ella es “el contrato social”, 2. Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía, denuncia en “El precio de la desigualdad” que “el 1 por ciento de la población tiene lo que el 99 por ciento necesita”, razón para “un nuevo pacto social” encaminado a una sociedad al servicio del común y no de intereses especiales, 3. Michael Sandel, calificado el “filosofo más famoso del mundo”, en “La tiranía del mérito” se pregunta ¿Qué ha sido del bien común? Afirma que “es preciso debatir las verdaderas contribuciones del mercado al colectivo y en cuáles casos son certeros los beneficios”, pues, “la convicción meritocrática de que las personas se merecen la riqueza con que el mercado premia sus talentos, hace de la solidaridad un proyecto casi imposible” y 4. El profesor de piscología y ciencias cognitivas en Harvard, Steven Pinker, es uno de los pocos convencidos de que no solo la escritura del contrato, sino su ejecución, ha generado una sociedad tan igualitaria mucho más que la imaginada por Rousseau, Stiglitz y Sandel. “A la larga el tiempo dará su veredicto y comprobará que la civilización posee un futuro próspero, contrario a la idea de que se encuentra en un declive permanente”. El dos veces finalista del premio Pulitzer y considerado una de las 100 personas más influyentes del mundo, se ha ganado con sus aseveraciones la calificación contenida en la interrogante ¿Por qué la gente ama odiar tanto a Pinker?
A lo que pudiera considerarse “las meditaciones académicas”, ha de anotarse que no dejan de sumarse las disquisiciones en lo relativo a la guerra contra la propia democracia, de la cual, en principio, pretende adueñarse media docena de ricos, que algunos tildan hasta de “errabundos”, interesados en dominar a la humanidad comprando y vendiendo, inclusive, lo que no es comerciable. Practican con enorme laxitud la máxima conforme a la cual “Se puede hacer todo aquello que la Ley no prohíba”. Las acciones que se denuncian inducen, no muy pocas veces, a pedir a Dios que envíe a Platon, Aristóteles, Descartes, Kant, con sus libros “La República, Discurso del método y Critica a la Razón Pura”. Y que los coordine el propio Rousseau para que nos aclaren tantas cosas raras, como la mafia, el narcoestado, triángulos de criminalidad, invasiones migratorias, fraudes electorales, igualdad de género, matrimonio homosexual, fake news, libertad para abortar. Pero, también, la diferencia de esta ultima con “la libertad para alborotar”
En el contexto de la realidad es difícil dejar de afirmar que cuando pretende calificarse el nivel del bienestar, la respuesta se pierde en el vació. La desesperanza reina. Y el pueblo, merecedor de no vivir bajo tantas penurias, grita, con legitimidad suprema, ¡Dios, por favor, ayúdanos.
Dinos, tú que eres misericordioso, ¿A quién creemos, a ROUSSEAU, STIGLITZ, SANDEL o PINKER? El criterio, lo sabes, dar al pueblo un poco más que las migajas.
Permíteme la sugerencia que entres por Venezuela, donde todo pasa y nada sucede.
Fuente: IntDemocratic