En mayo de 1940, Neville Chamberlain presentó su dimisión y el Rey propuso a Churchill la formación del gobierno, lo que hizo el 11 de mayo de 1940. Dos días después pronunció su primer discurso como Primer Ministro ante la Cámara de los Comunes, donde dijo: “No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. A partir de entonces, dejó de ser funcionario para convertirse en leyenda. Su liderazgo fue fundamental para mantener la moral contra los vientos más bravos, y derrotar a la Alemania nazi.
Lo más curioso no es que, aún transcurridas casi cuatro décadas de la muerte de Churchill, todavía estuviera en el tope de la recordación de sus conciudadanos, sino que el relato de su vida dista mucho de ser una versión idealizada. Al votar por él, los ingleses conocían muy bien las sombras en la biografía de su héroe de guerra. Sabían, por ejemplo, que Churchill jamás ocultó sus convicciones con respecto a “la supremacía blanca” y a la inferioridad que atribuía a los indios (de la India). Estaban conscientes de que muchas de sus decisiones fueron desacertadas. Por ejemplo, fue indiferente ante la hambruna que se desató en Bengala, India, donde murieron 2,5 millones de bengalíes. Muchos lo señalaron, incluso, de cómplice. Poco antes del fin de la Segunda Guerra, respaldó el bombardeo de Dresde, al este de Alemania, ciudad sin ningún valor estratégico militar pero con civiles que terminaron siendo víctimas. Y así, muchos episodios que retratan un hombre racista, cruel, depresivo (rasgo que suele chocar a los adoradores del hombre fuerte).
Nada de eso bastó para inclinar hacia lo negativo el balance de una carrera que abarcó casi siete décadas del convulso siglo 20. Para los ingleses, -en realidad, para el mundo- Churchill fue el Primer Ministro que lideró la Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial, le paró las patas a Hitler y lo hizo morder el polvo.
Winston S. Churchill nació el 30 de noviembre de 1874, en el Palacio de Blenheim, Oxfordshire. Su padre, también político conservador, era hijo del séptimo Duque de Marlborough y su madre, la norteamericana Jennie Jerome, era hija de un millonario y escritora de varios libros.
La infancia de Winston transcurrió en internados elegantes, en los que sus padres lo archivaron y adonde rara vez iban a darle una vuelta. Algunos biógrafos han señalado que las depresiones del Primer Ministro habían tenido origen en la indiferencia de su madre hacia el hijo devotísimo, quien le escribía constantes cartas para pedirle atenciones que nunca llegaron. Hasta que se hizo adulto y mostró ambiciones políticas, entonces sí, la madre lo distinguió del papel tapiz de los palacios.
Alistado en el ejército, Winston aprovechó sus sucesivos destinos para desempeñarse como corresponsal para diversos periódicos. Esto le calentó el brazo para convertirse en el tremendo escritor que llegaría a ser, y le granjeó una popularidad que lo favoreció en la política. Churchill escribió mucho durante toda su vida. Era el oficio con el que se ganaba unos churupos, que necesitaba porque, pese a su origen aristocrático, su patrimonio era escaso. Su madre había espalillado la fortuna, entre otras inversiones, casándose con jóvenes (su segundo esposo tenía 44 años, cuando ella tenía 64; y el tercero era tres años menor que su hijo Winston). Dado a gustos caros y dependiente para lo más mínimo de ayudantes y sirvientes, Churchill andaba siempre escaso de platica, así que tenía que escribir para levantar los fondos que demandaba la vida de lujos a la que estaba acostumbrado.
A partir de 1905, cuando tenía 30 años, empezó a ejercer una larga cadena de cargos de libre nombramiento y por elección (que varias veces perdió). Fue ministro de diversas carteras.
En mayo de 1940, Neville Chamberlain presentó su dimisión y el Rey propuso a Churchill la formación del gobierno, lo que hizo el 11 de mayo de 1940. Dos días después pronunció su primer discurso como Primer Ministro ante la Cámara de los Comunes, donde dijo: «No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas».
A partir de entonces, dejó de ser funcionario para convertirse en leyenda. Su entereza, aplomo y portentosa oratoria fueron determinantes para la cohesión espiritual del pueblo británico cuando empezaron a llover bombas con esvásticas sobre Londres y otras ciudades del Reino Unido. Su liderazgo fue fundamental para mantener la moral contra los vientos más bravos, y derrotar a la Alemania nazi.
En todo ese tiempo, nunca dejó de escribir. Debió ser uno de los poquísimos líderes políticos que escribió -y escribe- sus propios discursos, fuente de inspiración para el pueblo británico: «Defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el costo; pelearemos en las playas, pelearemos en los sitios de desembarques, pelearemos en los campos y en las calles, pelearemos en las colinas. Nunca nos rendiremos». Y, para encomiar la hazaña de los pilotos aliados que ganaron la batalla de Inglaterra, dijo: «Nunca en el campo del conflicto humano, tanta gente le debió tanto a tan pocos».
Otra característica de Churchill, que lo izó a la cima del respeto colectivo, fue su costumbre de visitar los frentes de batalla, hábito del que mucho se cuidaban sus dos aliados, Roosevelt y Stalin. Frente a tan real riesgo de ser asesinado, el Servicio de Inteligencia inglés usó dobles en esos desplazamientos; y, de hecho, uno de ellos murió al ser derribado su avión por los alemanes, convencidos de que estaban bajando a la cabeza de su enemigo a plomo.
Al terminar la guerra, Churchill era un titán político. El mundo libre sabía cuánto le debía y en su país nadie ignoraba cuánto de su Primer Ministro había en la recobrada paz. Nadie tenía más popularidad. Y, sin embargo, a pocos meses de terminada la guerra, Churchill perdió las elecciones de 1945 ante el laborista Clement Attlee. El electorado británico no le entregó fidelidad incondicional. Haberlos guiado con éxito en la guerra no lo hacía el mejor para liderarlos en la paz. Así de sencillo.
En 1951, Churchill volvió a ser Primer Ministro, al ganar las elecciones el Partido Conservador. Y en enero de1955 dimitió por motivos de salud.
En 1953 le había sido otorgado el Premio Nobel de Literatura por “su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos”. ¿Lo merecía? Un chapucero no era, desde luego. Pero cabe pensar que, embelesadas con él y agradecidas, las élites no encontraban dónde ponerlo.
En sus últimos diez años de vida estuvo más bien recogido. Los resabios de su triste y solitaria niñez vinieron a prendérsele del pecho como el mordisco de una fiera (según sus propias palabras, al referirse a la depresión, luchaba contra un black dog). Sin dejar de escribir, se dedicó, sobre todo, a la pintura.
El 15 de enero de 1965 sufrió un segundo ataque cardíaco. Murió nueve días después, el 24 de enero de 1965, en la misma fecha que había fallecido su padre 70 años antes. Su funeral convocó el mayor número de dignatarios en la historia de Gran Bretaña, adonde acudieron por la ocasión representantes de más de 100 países. Fue también la reunión más grande de jefes de Estado, hasta el fallecimiento del Papa Juan Pablo II en 2005.
Y el pueblo británico le rindió un gran homenaje a quien le había recomendado: «Nunca se rindan, nunca cedan, nunca, nunca, nunca, en nada grande o pequeño, nunca cedan salvo por las convicciones del honor y el buen sentido. Nunca cedan a la fuerza; nunca cedan al aparentemente abrumador poderío del enemigo».
Fuente: La Gran Aldea