Inicié mi vinculación a la Universidad Central de Venezuela en 1968, como estudiante en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, específicamente en la Escuela de Derecho. Seguí mi relación con esa corporación como profesor al regresar de hacer estudios de posgrado en Europa en 1979. Completé el programa de formación ascendiendo a la categoría de titular y tiempo completo en 2017.
Puedo, pues, decir que he pasado buena parte de mi vida en sus recintos y con franqueza acoto que le ofrecí siempre mi mejor concurso, a quien me dotó de conocimientos fundamentales para mi existencia, develó mi plano humanista e igualmente forjó mi cualidad de ejercicio ciudadano.
Ayer estuve impartiendo mi curso de Derecho Constitucional, a los alumnos de primer año de la sección E, aprovechando la llamada semana de flexibilidad, en un espacio del Parque del Este, con discreta pero valiosa presencia de estudiantes venidos en su mayoría de la periferia citadina. Lo hemos hecho antes y en la misma UCV, con el riesgo de ser víctimas de la antisociedad que allí merodea y claro, por los canales electrónicos de uso regular en estos días.
Observo que son los viejos docentes en primer lugar quienes mantienen su devoción por la significación de la instrucción universitaria. Hace días estuve en la Escuela de Estudios Políticos de nuestra alma mater, que anda ya en 300 años desde su fundación por cierto, y constaté que ese amor, esa lealtad, ese compromiso con los jóvenes a los que se les asume como destinatarios de nuestras capacidades y saberes no parece encontrar un relevo acorde con el desafío del saber que la evolución del mundo postula. La universidad venezolana se esclerotizó y se expuso a la obsolescencia sin que dijéramos nada o más precisamente, para no ser mezquinos, sin que hiciéramos lo ajustado para evitarlo.
Estoy convencido de que erramos la estrategia como sociedad y los responsables somos todos, pero el máximo responsable es el protagonismo errático y la antipolítica que nos condujo en estas dos últimas décadas aciagas y ahítas de populismo y militarismo.
Viene a mi memoria ese texto del intelectual y gran comunicador Andrés Oppenheimer, entre otros muy buenos también y titulado “¡Crear o morir!: La esperanza de Latinoamérica y las cinco claves de la innovación” (2014). El drama que nos lanza contra las piedras consiste en el costo de oportunidad que pagamos al haber elegido a los que no estaban preparados para gobernar en ningún sentido. Es una estolidez demagógica decir que el pueblo nunca se equivoca; todo lo contrario, yerra y lo cobra en sus derechos humanos, su índice de desarrollo social y su disoluto porvenir.
No repetiré, entonces, el diagnóstico archiconocido que describe las múltiples carencias que resultan de un sistémico ahogamiento presupuestario que todo el mundo conoce y que no comenzó con el estrepitoso colapso de la economía nacional que se produjo bajo Maduro, sino incluso antes. En pleno festín dispendioso y manirroto del difunto, los veíamos gastar en aviones de guerra sofisticados, en satélites o en las misiones sociales, sin control alguno, centenares de miles de millones de dólares -como alguna vez lo declaró el monje Giordani- pero muy poco se destinó a las universidades, a su planta física, a su capital humano, a sus laboratorios, a sus hospitales, lo que favoreció su descalabro y su ruindad y siempre con tendencia decreciente del esfuerzo asignado se zanja el historial financiero de los grandes centros de estudios superiores, hoy quebrados y desvencijados.
Pero ¿qué le podíamos pedir a Chávez y a Maduro y a la legión de alabarderos de uniforme que cómplices y socios se repartían el país como botín de guerra? Ignaros, desvergonzados, ególatras, presuntuosos, dieron y dan por bueno lo que se les ocurre y asfixian o arrancan cualquier labrantío que disienta en la finca nacional, horda crítica, implacable e inescrupulosa.
Gastaron, sí, en las misiones y lo repito, como en programas sociales que sabemos necesarios, en la Misión Vivienda, pero sin criterio, ni políticas, ni rendición de cuentas, fomentando la mayor corrupción que el mundo haya visto jamás.
Empero advierto, además, el cúmulo de crisis que se apilonan en esas grandes casas de estudio, regresando a las aulas y percibo con angustia la sensible separación espiritual que se experimenta en aquellos que deberían, al contrario, estar dispuestos a la lucha por una causa digna de los esfuerzos más encomiables. Allí es donde nos apuñala el accidente histórico que nos saca la sangre.
En efecto, ningún interés muestra el régimen en atender a las universidades en sus justos reclamos; antes y por el contrario, prepara una legislación que amputaría, entre otras lesiones, la educación superior de su ramal humanístico. Hace demagogia y mercadeo clientelar con las elecciones de las autoridades, desconociendo los valores y principios en que esta patria que inventaron Bolívar y los próceres dieron nacimiento e impulso vital a nuestra universidad.
Paralelamente, el sistema que implanta la clase gobernante actúa perniciosamente con el afán de control aunado con la compulsión ideologizante. Se sacrifica cualquier cosa y en específico la libertad que contiene la autonomía y el profesionalismo propio de una entidad que labora para transmitir conocimientos, investigar en ciencia y desarrollar un sostenido interés en el mejoramiento humano.
La injusta injusticia que yace en los tribunales conspira contra los concursos de oposición desnudando su asco por el mérito o impone fantoches dizque docentes para obviar la jerarquía y la tradición ínsitas a la universidad.
El anacronismo, la ignorancia supina, la intrascendencia y la mediocridad como consecuencia del planteamiento político y social en que deriva, cual naufrago el país, coadyuva como un prisma deletéreo que irradia el establecimiento educativo en general y afecta a las universidades que reciben un producto de la educación media proveniente del sector público y este, a su vez, un insumo humano proveniente de la educación primaria, falente; con dificultades de lectura y comprensión, indisciplinado como educando, sin hábitos de estudio, dramáticamente reacio a la imprescindible metodología y cursante sin ambición. ¡Ni la educación ni la universidad están cumpliendo su misión y esa es la cruda e insolente verdad!
El daño antropológico que tan pertinentemente denuncia mi caro fratello y doctor en Educación, profesor Freddy Millán Borges, o las declaraciones, sesudas, doctas, honestas de Carlos Ñáñez, José Rafael Herrera, Paulino Betancourt, Máximo Febres Siso, Tulio Álvarez y la Cátedra de Derecho Constitucional, entre muchos que pudiera mencionar, se patentiza, en correlativo, signando a la generación receptora de un lastre cultural, de un déficit anímico y de una deficiencia ciudadana maligna.
Puedo recurrir al listín de agravios pendientes que nuestra UCV conoce y otras similares en Venezuela, pero el fenómeno es común a todas, sin ninguna excepción. A la merced del hambre, del abandono y del hampa yace cubierta de sombras la otra hija predilecta del Libertador.
En todo caso, estamos ante una universidad que se muere o como decía con dolor una amiga, que se pudre y de nuevo, insistentemente, tropezamos con el mismísimo muro de Jericó; una satrapía perversa que dirige un hombre rodeado de ellas y ellos que tienen en común la más absoluta ineptitud, el cinismo y la más completa irresponsabilidad. ¡Tomemos conciencia de ello y hagamos lo que hay que hacer!
Fuente: El Nacional