La tragedia del pasado lunes 3 de mayo en la Ciudad de México, cuando colapsó un tramo del viaducto elevado de la más nueva línea del Metro, la Línea 12 Bicentenario, ha significado un muy duro golpe político para el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, agravado por los pasos titubeantes y equívocos de sus autoridades: Fue como si hubieran preparado un guion de todo lo que no debían hacer mal. Pero de todos modos lo hubieran hecho mal, concienzuda y diligentemente, un paso tras otro.
Inaugurada en octubre de 2012, La Línea 12 no ha dejado en casi una década de estar en medio de reiterados escándalos de corrupción y de denuncias por fallas y trabajos mal hechos y apresurados. El siniestro del lunes dejó un saldo de 89 personas hospitalizadas y 26 defunciones hasta ahora, la más grande tragedia en los 52 años de existencia del Metro de la Ciudad de México.
Adicionalmente, dejó en la lona, políticamente, a los dos principales precandidatos a suceder a López Obrador en 2024: al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard (quien construyó la Línea), y a la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum (a quién le explotó el problema, tal vez por falta de mantenimiento o simple descuido), además del actual presidente del partido de gobierno, MORENA, el senador Mario Delgado (quien ha sido señalado una y otra vez como el operador de la corrupción que tanto se apunta, en su papel de secretario de Finanzas de Ebrard, en un proyecto que costó dos mil millones de dólares) y a las autoridades responsables de la movilidad y del propio Metro de la ciudad, envueltas durante los últimos meses en repetidos y no aclarados accidentes de gravedad, por la falta de mantenimiento y negligencia.
Hasta antes del siniestro, los números de MORENA con vistas a las elecciones que se efectuarán en un mes, casi en el ecuador del sexenio de López Obrador, eran tal vez inmejorables: Todo apuntaba a que conservaría la mayoría en la Cámara de Diputados y la mayoría de las gubernaturas de las 15 (de 32) entidades en juego. Para López Obrador, es crucial conservar una mayoría en la Cámara, si quiere continuar con los cambios que ha prometido, si no quiere estar negociando cada peso de sus proyectos con los diputados, si piensa desaparecer a los organismos de contrapeso, como la autoridad electoral, y si es cierto, como se sospecha, que sus metas ansiadas en lo inmediato serían la redacción de una nueva Constitución y tal vez la ampliación de su propio mandato. Una mayoría opositora haría imposible, o al menos cuesta arriba, cualquiera de estos proyectos.
Sin embargo, sus números iban declinando de a poco, por la mala gestión de la pandemia, los inescapables efectos de la aguda crisis económica que vive el país, con 8 trimestres consecutivos sin ningún tipo de crecimiento, millones de nuevos pobres y desempleados; la acentuada desconfianza empresarial y de los mercados internacionales, y la inexistencia de logros tangibles de gobierno. De cualquier manera, la persistente e inexplicada popularidad de López Obrador más o menos iba salvando el proyecto.
La desgracia del Metro puso al descubierto la debilidad y el desorden institucional de la Ciudad de México, el experimento más exitoso de la izquierda mexicana, donde ha gobernado los últimos 25 años; volvió a orear los escándalos de corrupción de la Línea 12, y otros más, como las acusaciones de corrupción a Sheinbaum por el derrumbe del Colegio Rebsámen en 2017, asuntos metidos y vueltos a meter debajo de la alfombra por la izquierda en el poder; puso en entredicho la competencia hasta ahora civilizada entre Ebrard y Sheinbaum; significó un duro golpe para MORENA a 30 días de las elecciones, sin ninguna renuncia en el gobierno siquiera para aminorar el impacto o distraer al público.
Pero sobre todo: exhibió a un gobierno, el de López Obrador, insensible y lejano, más preocupado en salvar a Sheinbaum y a Ebrard que en mostrar solidaridad con los afectados, mandando personalmente “al carajo” el estar cerca de las víctimas cuando más lo necesitaban, y él mismo yéndose a recorrer el sureste del país durante tres días, exhibiéndose alegre y frívolo. Mostró a un gobierno capitalino torpe, lento, inoperante, frente a deudos abandonados a su suerte durante días enteros, por las autoridades responsables, en la localización de las víctimas, la gestión de los necesarios cuidados médicos y los pagos de entierros: fue reiterada su queja de no haber visto nunca a un solo funcionario cerca para auxiliarles y haber afrontado ellos solo los pagos iniciales; con una pésima estrategia de comunicación, por ejemplo en los anuncios parciales y confusos de reparación económica a los familiares; con voceros oficiosos que hablaban sin ninguna sensibilidad ni pruebas ni pudor de un “sabotaje”.
López Obrador llegó al poder arrastrado por una ola de indignación nacional frente a gobiernos corruptos, insensibles, ausentes, con “justicia y gracia” solo para los amigos del poder, con carretadas de funcionarios y nuevos ricos impunes y burlones, con políticos poderosos señalados de corrupción, pero promovidos a cargos cada vez más altos, con un presidencialismo proclive al endiosamiento y que detestaba toda crítica, todo lo cual López Obrador prometió cambiar… pero que es lo mismo que él y sus correligionarios nos están entregando hoy.
No nos extrañe que el mismo fastidio, la misma sensación colectiva de hartazgo, decepción y desamparo signifique ahora el reflujo del proyecto de López Obrador. Aunque aún no hay encuestas nacionales que muestren el impacto real de la tragedia, algunos ejercicios locales, como en las alcaldías de la Ciudad de México o que las opiniones negativas contra López Obrador hayan alcanzado en Redes Sociales su mayor pico histórico durante la última semana, hablan de que se ha producido cierto quiebre en las preferencias electorales. Veamos en unos días de cuánto es y si alcanzará para trabar su proyecto de restauración autoritaria.
Es una inmensa lástima que se haya producido a tan alto costo, ahora.
Fuente: PanamPost