Arquetipo de hombre de Estado, adalid de la democracia latinoamericana.
Orlando Avendaño, con su marca de excelencia periodística, cumple un acto de justicia histórica, al reivindicar el rol de campeón de la democracia, que en toda regla se ganó el presidente Uribe. Una empresa que desde Rómulo Betancourt en la década del sesenta y Raúl Leoni -en un diapason mas suave pero no menos firme- ningún lider latinoamericano había tenido, aquellos derrotaron al joven Fidel Castro, entonces rutilante y aplaudido por el progresismo europeo e internacional en general y a media-voz alentado por los mismos «progres» venezolanos.
Para nada menor fué la gesta de Uribe Vélez quien derrotó y arrincono al híbrido demoníaco del narco-terrorismo guerrillero, que azota a Colombia desde hace bastante más de medio siglo. Confieso que, enemigo público del reelecionismo como he sido siempre, vi con angustia que a Uribe se le cerraba el camino a un tercer mandato, hubiese sido otra la Historia. ¡Salud presidente Uribe! Felicitaciones al justiciero Orlando Avendaño.
Alfredo Coronil Hartmann
ORLANDO AVENDANO: Elogio a Álvaro Uribe en tiempos de injusticia
LA POLÍTICA ES INGRATA. No debería ser para gente que aspire al reconocimiento; porque, incluso cuando hubo reconocimiento, eventualmente se diluye. Y, del reconocimiento, la gente pasa a los reclamos, a los insultos y al profundo desprecio. Siempre ocurre. Y luego, mucho después de que quien tuvo reconocimiento ya no está, entonces la gente empieza a valorar y admite lo equivocada que estuvo.
Álvaro Uribe Vélez salvó a Colombia. No es una exageración y hechos objetivos lo reafirman. Uribe Vélez salvó a Colombia. Hay un antes y un después de su presidencia. Cualquiera, incluso sus mayores detractores, se lo deben de reconocer.
He tratado con gente de mi edad que antes de la presidencia de Uribe ni conocía a sus abuelos. Los padres de sus padres se quedaron atrapados en medio del conflicto con las guerrillas comunistas y para quienes vivían en las grandes ciudades colombianas era impensable una visita de fin de semana a sus familiares. La gente en los pueblos vivía acosada por el terror de sicarios y extorsionadores. Los grupos grupos guerrilleros FARC, ELN o M-19 (del que era el actual presidente electo Gustavo Petro), habían arrodillado al Estado, luego de desgastarlo en una pugna inerte.
En Colombia imperaba el terror. A diario estallaban bombas en calles transitadas de Bogotá o Medellín. Todos los ganaderos debían o someterse a la voluntad de los guerrilleros o enfrentarlos, con armas. El ánimo era de guerra civil, entre estructuras criminales armadas paralelas al Estado y empresarios dispuestos a dar su vida por defender su familia y patrimonio.
Colombia era, en síntesis, un país inhabitable, donde nadie quería estar y del que todos querían irse. Un país sin presente y sin esperanza. Desgarrado y corroído por el crimen organizado. Pero todo cambió a principio de siglo, cuando Álvaro Uribe Vélez ganó las elecciones presidenciales del 2002.
Enfrentar a la guerrilla suena como la decisión natural, pero no lo era. El Gobierno llevaba décadas combatiendo a los insurgentes comunistas y no había logros concretos. Para principio de siglo, prometer acabar con la guerrilla sonaba como pura retórica y era, en últimas, impopular y arriesgado. La gente quería paz, y algunos coqueteaban con la idea de arrodillarse a cambio de armonía. Para Uribe esa no era una opción.
Asumió el riesgo que eso implicaba. Se comprometió con la empresa y apenas fue presidente, Álvaro Uribe empezó su cruzada contra los grupos insurgentes de Colombia. Y ganó. La fiereza y determinación de Álvaro Uribe lo llevó a conquistar terreno tras terreno, que le arrebataba a los guerrilleros. Su compromiso con el ejército, que por primera vez tenía a un comandante en Jefe que también se jugaba la vida, aumentó la moral de unos hombres abatidos y frustrados. La guerra contra las FARC era una causa colombiana y toda la sociedad acompañó al presidente Uribe. Por fin, luego de décadas, había una esperanza.
Las guerras son crueles. Los excesos son innatos al conflicto. Nada es deseable y todos siempre salen embarrados. Aunque hay dos bandos, bien identificados y con diferencias morales explícitas, la gente, miope, tiende a equiparar a todos, como si hubiera plena equivalencia moral. Como si ambos bandos fueran igual de buenos (o malos). Y, para algunos, matar a un guerrillero, homicida y secuestrador, era tan condenable como que si el guerrillero mataba a una persona inocente.
Hoy esgrimen el argumento de los falsos positivos para repudiar los éxitos del Gobierno de Álvaro Uribe. Como si hubiera sido una política de Estado, que es completamente falso, y, con una visión completamente ingenua de la vida, asumen que en la guerra, cuando corre sangre a cántaros, todo es rosa.
La única verdad es que si hoy Colombia es un país próspero, con una democracia estable, seguro y con un gran potencial, es gracias al ex-presidente Álvaro Uribe. Si hoy los niños que protestan en las calles pueden visitar a sus abuelos en los pueblos, viajan por las carreteras del país con las ventanas abajo, hacia la playa, es gracias al ex-presidente Uribe. Si surgen emprendimientos y turistas visitan el país para habitarlo por meses mientras trabajan desde sus hostales de moda en alguna empresa en Estados Unidos o Europa, es gracias al ex-presidente Uribe.
Por su éxito innegable, Uribe se convirtió en la figura política más influyente de Colombia. Decisiva y determinante, ha sido el responsable del curso político que ha tenido el país durante todo este siglo. Verbigracia, los dos presidentes que le sucedieron, Juan Manuel Santos e Iván Duque, son su herencia. Y, para muchos, sus errores también lo son.
Ante el triunfo de Gustavo Petro, muchos reflexionan sobre qué se hizo mal. En qué falló la clase política colombiana, la sociedad y los empresarios, para que la mayoría vea a un ex-guerrillero de extrema izquierda como una alternativa sensata. Y lo más fácil, por supuesto, es apuntar. Es el recurso inmediato. Lo cómodo, y por supuesto mezquino, es señalar a Uribe, como si los colombianos por voluntad propia no hubieran elegido a los últimos dos presidentes y no fueran responsables, también, del triunfo de Gustavo Petro.
Álvaro Uribe ha cometido muchos errores. Su condición de humano lo impulsa al desacierto o al descuido. Ninguno escapa de eso. Nadie. Ni aunque, como es el caso de Petro, sea perfilado por sus seguidores como un semidios, más cerca del cielo que de la tierra.
Y muchos, también, hemos caído en el error de señalarlo. De buscar diluir nuestros errores y forzar a otros a compartir nuestras responsabilidades. A insistir en que la persona que salvó a Colombia, también es culpable de su posible destrucción. De eludir los hechos, olvidar los méritos y sumarnos a la espiral de pánico y vileza de buscar triturar el carácter del ex-presidente Uribe.
El esfuerzo de precisar responsables es loable y necesario. Pero es estéril empecinarse en culpar a una persona que dejó de gobernar Colombia hace 12 años. Los errores de sus sucesores no son transferibles a Álvaro Uribe. Él, quizá, también se equivocó en apoyarlos, como hicieron todos los colombianos que votaron por quienes han gobernado el país en los últimos años y cuyas gestiones fabricaron al monstruo que hoy se toma Colombia.
Cuando fue presidente, salvó a Colombia de la guerrilla y la extrema izquierda. Esa fue su gestión y son hechos que no están a merced de debate. Si hoy Colombia cayó nuevamente en manos de la guerrilla y la extrema izquierda, el último culpable sería la persona que empeñó su vida, nombre y su reputación en evitarlo. Que el pánico no devenga en locura, y que la locura no devenga en injusticia.
Para salvar a Colombia, las referencias son necesarias. Es inviable edificar una resistencia contra la extrema izquierda sin reivindicar la lucha del expresidente. Porque los símbolos importan, y de eso conoce muy bien la izquierda. Y si la derecha se deja arrebatar los símbolos de la defensa de la propiedad y la libertad; entonces, ahí, nos habrán triturado.
Orlando Avendaño.