CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
Ochenta mil viviendas okupadas parece una cifra suficiente para que nos preguntemos cuál es ahora mismo el papel del Estado en España. Ya sabemos lo que sus defensores a ultranza suelen responder a eso: educación y sanidad. Pero en el origen del Estado moderno hay otra cosa. La obsesión que mueve a Thomas Hobbes, su creador en el plano teórico, es la gestación de un poder capaz de neutralizar los múltiples conflictos que asolaban Europa durante el siglo XVII. El Estado nace, pues, para garantizar la seguridad de sus súbditos y propiciar la creación de un orden distinto a aquél donde impera la ley del más fuerte.
Sin un mínimo de seguridad, la vida resulta una experiencia aterradora. Se piensa muy poco en esto. Los actuales apologistas del Estado suelen resaltar su faceta igualitaria y la proyección que dicha faceta adquiere como elemento generador de cohesión social. Pero pasan por alto, un tanto alegremente, la necesidad del entramado de garantías en que todo se sostiene y el elogio merecido a los rudos hombres que las hacen cumplir. Hobbes concebía el Estado en unos términos bastante modestos para lo que estamos acostumbrados hoy. Luego, con el correr del tiempo, el Estado ha desbordado ampliamente sus límites iniciales y se ha expandido hasta colonizar la casi totalidad de las esferas de la existencia, tanto pública como privada.
A medida que acontece este fenómeno se produce un hecho determinante: el Estado aprende a disimular su talante coercitivo bajo una máscara benéfica. Va en busca de una legitimidad que le autorice a inmiscuirse en la mayor cantidad de espacios posibles. Es el Ogro filantrópico al que se refería Octavio Paz. Es un Leviatán, sí, pero menos áspero, que ya no se limita a velar por tu seguridad, sino que cuida en todo momento de ti (Estado terapéutico), te enseña a distinguir el bien del mal (Estado moralista) te instruye hasta en los aspectos más nimios de la vida (Estado pedagógico), y, en los últimos peldaños del itinerario ascendente hacia el cielo de su santificación, acomete el objetivo de hacerte feliz (Estado total).
Existe, sin embargo, una doble contrapartida al carácter omnipotente de la deriva estatista que asumen los regímenes modernos. La primera, obvia, es que la expansión del Estado se hace a costa de la sociedad, es decir, de aquello que no es Estado. Los contrapesos al poder se debilitan y el «Dios mortal» —según la categórica definición de Hobbes— se transmuta en un ídolo intocable que exige formas de adoración que lindan con el servilismo más abyecto. Pero la idolatría es incompatible con la libertad, especialmente con la libertad política, de donde surge una controversia en cuya resolución la mayor parte de las sociedades llamadas democráticas se juegan ahora mismo su destino.
El segundo momento problemático tiene su origen en lo anterior. Al abrazar una ambición que no reconoce límites, el Estado se vuelve víctima de su propia desmesura. Ya no alcanza a dar respuesta a las necesidades básicas que se había comprometido a cubrir. Surge así un panorama en el que empieza a hablarse de la insostenibilidad de las pensiones, o en el que una parte creciente de la seguridad se tiene que transferir a manos privadas, o en el que la sanidad se sitúa al borde del colapso, o donde los gobiernos renuncian al control efectivo de las propias fronteras, o en el que los padres descubren que el sistema público de educación —hasta no hace mucho una formidable herramienta de promoción social para las clases menos pudientes— no sólo ha dejado de garantizar el acceso al mercado laboral, sino que, en demasiados casos, ni siquiera provee a sus beneficiarios de una formación medianamente solvente. De manera magistral, Jorge Sánchez de Castro ha descrito esta involución como una vuelta paulatina al estado de natualeza.
Así las cosas, sucede algo paradójico: cuanto más ineficaz se revela, más se empeña el Estado de hacerse presente en nuestras vidas. Deviene una maquinaria fuera de control que, singularmente en manos de los gobiernos autodenominados progresistas, se dedica a evacuar leyes sin tasa que primero desconciertan a la sociedad, luego la desmoralizan y finalmente la anestesian. Cuando la ley universal de la entropía («Todo tiende a degenerar») se cumple en su máximo alcance, una casta de ineptos arribistas accede al poder y el Estado asume entonces las propiedades disolventes características de un ente que se permite legislar contra los intereses de quienes sufragan su altísimo coste. Yendo por lo breve y en palabras de Gómez Dávila: «El Estado moderno es la transformación del aparato que la sociedad elaboró para su defensa en un organismo autónomo que la explota».
Al final, nos encontramos con una sociedad fracturada en virtud del veneno disgregador que la ideología ha introducido en su seno. El sentido común desaparece. Las cosas dejan de verse como son. La iniciativa personal se asfixia en un clima de mediocridad estratégicamente auspiciado por el poder. Las personas se aíslan. Cada cual busca salvarse por su cuenta. Se propaga una desmoralizadora impresión de ruina colectiva que encuentra su plasmación real en la losa del endeudamiento atroz que nos lastra hoy y que heredarán las generaciones futuras. El pesimismo se generaliza y la demografía toca suelo. La confusión campa a sus anchas porque los fundamentos antropológicos de la especie y hasta las evidencias biológicas más palmarias son puestos en tela de juicio. Consumir —experiencias o bienes materiales, tanto da— es el recurso al que acude la sociedad como narcótico con el que sustraerse a la desolación espiritual y a la dramática ausencia de expectativas.
Las grandes corporaciones, conscientes de la idoneidad del momento, aprovechan la tesitura para la promoción de los valores que más rentables les resultan: el narcisismo, la idea de una falsa autoemancipación, la búsqueda de la identidad personal a través del consumo incesante, etc. Mientras, la vida, la vida real con toda su ineludible problemática, y también la vida como proyecto de trabajo, familia y vivienda propia, adquiere unos tintes tan sumamente precarios que para una parte considerable de los jóvenes se acaba convirtiendo en la realización de un imposible.
¿El remedio? Lo ignoro. Pero sea cual sea, tendrá que pasar por una vuelta a los vínculos naturales. Por una recuperación del sentido de la realidad y un esfuerzo de la imaginación que ensanche las posibilidades de la política. Por una restauración de todas aquellas palabras cuyo calado moral el poder ha corrompido a conciencia. Y, sobre todo, habremos de aprender a hacer frente a las necesidades de quienes tenemos más próximos no con la retórica falaz y mancillada de las grandes proclamas, sino con una propuesta cierta de arraigo, con un gesto inmediato y limpio de auxilio y fraternidad.