martes, diciembre 24, 2024
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Perú, 2022: las lecciones que deja la caída de Pedro Castillo para toda Iberoamérica

Tras 17 meses de desgobierno, Pedro Castillo finalmente fue destituido por el Congreso y, mientras huía hacia la Embajada de México para asilarse, capturado por la Policía y puesto a disposición de las autoridades.

Hoy, el hombre que llegó a la presidencia a pesar de sus vínculos con la subversión comunista, está encarcelado en el penal Barbadillo, cumpliendo prisión preventiva por los delitos de rebelión y conspiración.

Sin duda, fue la férrea -y casi quijotesca- resistencia de la oposición, tanto en el Parlamento como en las calles, la pieza clave en la caída de Castillo, que lideró un Gobierno mediocre plagado de denuncias por corrupción.

La oposición de derecha, aunque fue asediada e insultada por opinólogos y tinterillos izquierdistas y de “centro”, jamás claudicó ante la pírrica victoria de Pedro Castillo en las elecciones generales 2021 -menos de 45 mil votos de diferencia de su rival Keiko Fujimori-, y siguieron manifestándose en contra de quien, por sus antecedentes y compañeros de campaña, no solo era una amenaza para la economía nacional con sus ideas marxistas y sindicalistas trasnochadas, sino también un peligro para la seguridad del Estado por sus nexos con el Movadef, el brazo político del grupo terrorista Sendero Luminoso.

Aunque muchas veces la derecha peruana -a la que bautizaron como “bruta” y “achorada” por su carácter combativo- fue ridiculizada por sus enemigos y tomó varias acciones caricaturescas e ingenuas, su decisión de no pactar con un régimen cercano a La Habana y Caracas fue vital para marcar la distancia necesaria para hacer oposición constante y sonante desde todos los espacios, primero para detener la maquinaria de la Asamblea Constituyente impulsada por los radicales y, segundo, exponer ante los medios y la población la corrupción y mediocridad de un gobierno que tuvo más de 70 ministros y ningún logro.

Muchos refugiados venezolanos en Lima y otras ciudades han quedado impresionados con la rapidez con la que los peruanos se deshicieron de un aprendiz de dictador que quiso emular al autócrata Alberto Fujimori, quien en los años 90 dio un autogolpe y disolvió el Congreso para convocar una Constituyente. Entonces, el ahora encarcelado Fujimori tuvo el apoyo de las Fuerzas Armadas y un holgado respaldo de la población. Treinta años después, Castillo apenas y pudo hacer las maletas y huir a una embajada luego de disolver de manera inconstitucional, y con un discurso idéntico, el Parlamento.

Castillo se suicidó políticamente el 7 de diciembre de 2022, o eso es lo que parece a primera vista. A pesar del entusiasmo de miles de peruanos que celebran su desafuero y encarcelamiento, temo que un Castillo preso es más útil para el mito y la propaganda de los radicales e insurgentes que un Castillo libre y asilado, o peor, un Castillo inerte en Palacio de Gobierno.

Los últimos meses, y pese a tener a la gran prensa y encuestadoras en su contra, Castillo recuperó un poco de terreno ahí donde había ganado de lejos a su rival de Fuerza Popular, un partido político de derechas que es percibido como “obstruccionista” -por sus antecedentes en la crisis política 2016-2019 que terminó con la disolución de ese Parlamento- y heredero de la dictadura de Alberto Fujimori. Y, bueno, no hay mucho que pensar para llegar a esa conclusión: Keiko es hija de Alberto.

La llegada al poder de Castillo desmovilizó a las masas, que más bien volvieron a ser enardecidas cuando Castillo fue, poco a poco, acorralado por la justicia por sus vínculos con actos de corrupción que no solo salpicaron a sus colaboradores más cercanos, sino también a su familia.

Castillo, señalado como líder de una organización criminal por la Fiscalía, tuvo que dejar a un lado la figura de jefe de Estado y volver al estilo que siempre le sentó mejor: el de líder sindicalista y azuzador.

Y para aumentar el eco de sus proclamas tuvo el apoyo de una “prensa alternativa” que repitió en redes sociales sus discursos incendiarios contra el Congreso, la Fiscalía, los medios de comunicación y el empresariado. También llenó los salones de Palacio de Gobierno con “líderes sociales” que se dedicaron a los discursos revanchistas.

Pero Castillo tenía los días contados en la presidencia, por más que se haya esforzado con sus inútiles Consejos de Ministros Descentralizados y mesas de diálogo estériles. Solo faltaba que los poderes fácticos que le habían ayudado a ganar las elecciones le soltaran la mano. Y así fue.

Castillo perdió primero a la izquierda burguesa y capitalina que le prestó sus cuadros para dirigir el aparato del Estado. Cuando sus amigotes “presupuestívoros” -un neologismo exquisito acuñado por el periodista Aldo Mariátegiui- se quedaron sin consultorías con “enfoque de género” y demás gollerías, estos se le pusieron en contra.

Luego, el monigote del sombrero -que se terminó quitando en algún momento por petición de su hijo mayor- se peleó con el partido marxista que lo había llevado al poder, Perú Libre, que, aunque dejó de ser la bancada oficialista, nominalmente se consideraba un grupo aliado del gobierno. Sin embargo, sus votos decían lo contrario.

Con dos frentes abiertos, finalmente Castillo decidió apuntar contra el Ministerio Público que le investigaba y el Poder Judicial que seguía los casos en los que estaba involucrado. Demasiados frentes que cubrir y muy pocos operadores que puedan serle leales, y, sobre todo, capaces de defenderlo.

Además, cargó contra la Policía y el Ejército, inmiscuyéndose en los ascensos -ahora lo investigan por presuntas coimas que se habría cobrado a coroneles y generales para que asciendan en el escalafón- y pasando a retiro a muchos oficiales que le resultaban incómodos.

Una vez que la Iglesia Católica se pronunció frente a la crisis y política y recomendó el adelanto de elecciones como solución a ella, Castillo se vio colmado e incapaz de accionar. Su golpe de Estado no fue sino un acto desesperado, y si no fuera porque las Fuerzas Armadas le desobedecieron, él hoy gobernaría por decreto y el Perú se habría pintado de rojo para siempre.

En un país con pocas -por no decir nulas- instituciones democráticas, que la Iglesia Católica -que antecede a la república- y el Ejército -que nació con la independencia- te abandonen se traduce en tu fin inevitable. También sirvió que, por primera vez en muchos años, la derecha haya tomado la iniciativa de la movilización y la protesta, casi siempre reservadas a la izquierda.

Pero volvamos al hincapié de advertencia: un Castillo encarcelado es más útil que uno libre y asilado o todavía gobernando. La izquierda se alimenta de mitos, quizá más descaradamente que otros espectros políticos, pues sus propuestas son infantiles y su desempeño de espanto. Ahí que requieran de héroes, mártires, todos ídolos de barro, muchas veces arribistas y estafadores, aunque también los hay los ingenuos, los tontos, los borregos a los que les cayó un petardo en una marcha o asonada y terminaron muertos e inmortalizados en “altares cívicos”.

Para quienes le defienden, Castillo es más un símbolo de reivindicación que un individuo ilustre con la verdad y la decencia como cabeceras. En un país con tantas injusticias y abismos sociales insalvables, Castillo fue visto -y vendido- como un maestro rural, un hombre del campo con su sombrerote, con las mismas facciones indígenas y el tono de voz y accidentes gramaticales que muchos peruanos de las provincias andinas. Ninguneados por décadas, olvidados y discriminados, vieron en este títere del Foro de Sao Paulo alguien en quien confiar. Quizá Castillo se merezca todavía más repudio por eso: por defraudar la esperanza de un pueblo sin cultura política pero mucho corazón y buenas intenciones.

Pero ese corazón y buenas intenciones puede torcerse, y en eso son bastante buenos los subversivos que ya ensangrentaron el Perú entre 1980 y 2000. Sendero Luminoso, de acuerdo a fuentes policiales, estaría detrás de muchos de los actos vandálicos más destacados de las protestas que siguieron a la destitución de Castillo. La izquierda en el Parlamento y otros en los medios intentan que los militares y policías no “terruqueen”, no acusen de terroristas a los que protestan, pero muchas de las acciones, como tomas de aeropuertos y centrales de gas, así como la quema de fábricas y ataques con perdigones, fuegos artificiales y armas de fuego no son, de ninguna manera, hechos propios de una “protesta pacífica”, menos de una movilización espontánea.

La lección peruana no solo consiste en aprender de una ciudadanía que jamás claudicó ante un Gobierno izquierdista mediocre y corrupto, también consiste en analizar y desmantelar una operación política que no inició el 28 de julio de 2021 sino muchos años antes, y que infiltró los servicios de inteligencia, desmoralizó a la Policía y Fuerzas Armadas, capturó las líneas editoriales y las aulas universitarias. La lección peruana nos enseña que es necesario enarbolar las banderas de la guerra ideológica y prepararnos, Dios no quiera, para cuando el enemigo vuelva a lo suyo, el terror, para enfrentarlo con la fuerza legítima de la ley y orden.

Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

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