ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
El maestro columnista Antonio Burgos ha escrito un artículo de prodigioso humor, como suyo. Se llama Pijos discontinuos y, sobre una barroca paronomasia con los fijos discontinuos de Yolanda Díaz, se ríe de todos aquellos pijos que lo son a ratos, los pobres: en su veraneo, cuando un amigo todavía pudiente, les invita al barco, o quizá el sábado por la noche al salir a de tapas. Pero que el resto del tiempo han perdido su posición económica y social. Me hizo especial gracia cuando dice que el pijo discontinuo tiene una fábrica de tuvos: «El abuelo tuvo un cortijo en Las Cabezas; la bisabuela tuvo…; mamá tuvo…».
Sin embargo, el artículo y, sobre todo, la realidad que retrata es para retirarse a temblar después de haber reído. Puede resultar ridículo que algunos se aferren a una clase social que ya no es la suya, aunque hay en ello un resabio del hidalgo del Lazarillo de Tormes que también tiene su pequeña grandeza. Lo malo es que una muestra de la grave crisis económica que atraviesa España y que no es superficial, pues toca el hueso de nuestra estructura como comunidad. El PSOE ha creado a los fijos discontinuos y a los pijos discontinuos. Ambas creaciones son monstruosas, porque frankensteins aquí hay más de uno.
Los fijos discontinuos quieren servir —¿dónde está la bolita, dónde está la bolita?— para esconder las cifras del paro. Los pijos discontinuos, entre presumir de lo que no tienen y no tener lo que tuvieron, ni levantan el consumo (qué más quisieran ellos) ni crean empleo (qué más quisiéramos nosotros). Desde el resentimiento social, puede parecer un mérito esa pijotería vapuleada por el socialismo, pero es una desgracia económica y cultural. Un país necesita una clase media alta de la que salga la creación de empresas, por supuesto, pero también los profesionales exigentes y trabajadores y creadores que tengan cierta holgura para pensar más allá de los meros problemas de supervivencia. Si se hace un repaso histórico, muchos artistas y escritores pertenecían a esas clases acomodadas. Por supuesto y por fortuna, no todos; pero, si se aplica la proporcionalidad, el porcentaje indica que no podemos renunciar alegremente a cierto desahogo económico ni a cierta pretensión social.
Como muy bien ha detectado Antonio Burgos, hay signos visibles de que esa clase media alta (vulg., pijos), cuya extensión nos legó, con perdón, el franquismo, está siendo esquilmada a base de impuestos, de inseguridad jurídica, de imposibilidad para emprender, de trabas burocráticas, de inflación y de caída de los estándares sociales. Todo junto la está hundiendo ante nuestros ojos risueños. Y si esto se hace con quienes tuvieron «tuvos» —que, como advierte el refrán: «Quien tuvo, retuvo» aunque sea un poco— imaginemos lo que sucede hoy con los que ayer no tuvieron más que una esperanza de mejora económica, que también están perdiendo.
Hay otros signos del empobrecimiento general menos festivos que «el quiero y no puedo más que a medias o a ratos» de los pijos discontinuos. Están los índices macroeconómicos: nuestro estancamiento del PIB, el crecimiento terrorífico de la deuda pública, la caída del sector industrial; pero también hay microdetalles observables a simple vista: el envejecimiento de nuestro parque móvil, los servicios públicos cada vez más deteriorados, la falta de alegría y la abundancia de desocupados en las calles y plazas, etc. En España todo es discontinuo salvo nuestro constante cataclismo.
(Pido disculpas: espero estar a la moda y ser un pesimista discontinuo, a ver si el próximo artículo lo escribo con otro ánimo.)