miércoles, noviembre 27, 2024
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Pobres hombres buenos

ROSA CUERVAS-MONS,

Demoledor el titular que la pasada semana ofrecía el diario El Mundo: 49 mujeres asesinadas en 2023, la peor cifra desde 2010. Un dato sobre el que el diario de Unidad Editorial reflexionaba en un amplio reportaje a doble página. Como podrán imaginar, no falta el muy esperado señalamiento a VOX, como fuerza política que «polariza» el escenario de lucha contra la llamada violencia de género y que banaliza, con su negacionismo (sic), la violencia ejercida contra las mujeres. Curiosa reflexión, teniendo en cuenta que ese VOX es el mismo que pide en solitario —con el voto en contra del resto de fuerzas parlamentarias— penas más graves para los agresores sexuales, asesinos y maltratadores y que la banalización de la violencia llega, precisamente, del otro extremo de la ecuación, el que está ahora en el Gobierno.

Y de eso, de la banalización y del error, va esta columna, dedicada a los muchos hombres buenos (a la mayoría de hombres) que asisten perplejos e inermes a la conversión de todo su sexo en asesinos en potencia.

Los datos. Con el mayor presupuesto que se recuerde para un Ministerio de Igualdad, las cifras que arroja el contador del Observatorio Contra la Violencia de Género son pura evidencia de que algo no funciona. Los cientos de millones que la señora Montero gasta en campañas contra la bifobia (no se preocupe si no sabe lo que es, nadie es capaz de odiar tantas cosas como las que imagina el cuartel de Podemos), la gordofobia, la LGTBIfobia o la masculinidad tóxica no sirven —dato mata relato— para evitar la muerte de mujeres. Hasta el muy progre reportaje de El Mundo lo reconoce: «Se demandan más medios en protección mientras lo que se ha incrementado son partidas en sensibilización que no han frenado la subida de las cifras».

La sensibilización. Es la forma progre, al parecer, de decir que ‘no se pega’ y que ‘no se mata’. Sensibilización lo llaman las mismas ministras, secretarias de Estado y directoras generales que se manifiestan en contra del ‘punitivismo penal’, porque «no sirve». Traducido a cristiano, ellas piensan que es tontería aumentar las penas contra un violador, maltratador o asesino cuando a todos se les puede tratar de ‘reeducar’ con puntos violeta y una campaña con música trap. Para mí que somos muchas las mujeres que preferimos un Código Penal que diga que aquel que pone la mano encima a su mujer; su hijo; su madre o padre enfermos, ancianos o desvalidos; o a cualquier persona vulnerable y desprotegida acaba con sus huesos (miserables huesos) en la cárcel. Pero es en nombre de esa sensibilización en el que proliferan campañas podemitas que dicen que saludar con dos besos a una mujer es, en realidad, una forma de acoso. Es en nombre de esa sensibilización mal (fatal) entendida en el que ellas pueden llamar ‘machirulo’ a cualquier hombre; referirse con desprecio a sus niveles de testosterona y ridiculizarlos —«los hombres de izquierda son un peñazo»— pero no toleran, en cambio, que nadie pueda decir de ellas que sobra peluquería. Es más, es tanta la sensibilización que ellas pretenden, que convierten a la mujer en una suerte de ser intocable respecto al que cualquier cosa que se diga puede ser utilizada en su contra. Insisto. Las ministras de la sensibilización son las mismas que se carcajean de lo de «copa menstrual en la boca de Abascal» o el «qué pena me da que la madre de Abascal no pudiera abortar» y se escandalizan, en cambio, si se compara a Yolanda Díaz con la barbie complementos. Son, en fin, un puro cinismo, incapaz de reconocer la inutilidad de sus políticas a pesar de las muchas víctimas y dispuestas, eso sí, a arruinar la vida de generaciones.

La realidad. Porque la realidad, también reflejada en el reportaje que da pie a esta columna, es que los varones jóvenes están empezando a hartarse de que, a golpe de campaña, se les pinte como monstruos nacidos con un código de conducta equivocado frente al que sólo cabe una especie de lobotomía feminista. Ellos, al parecer y según el catecismo progre, nacen diseñados para espiar el móvil de sus amigas o novias; maltratar verbal y físicamente a sus parejas; desentenderse de las responsabilidades y, en fin, amargar la vida a cualquier mujer que se cruce en su camino. Y pienso que somos muchas las mujeres que hemos crecido y vivido con hombres buenos. Con hombres a los que no se les pasa por la cabeza pegar a una mujer; hombres que darían la vida, literalmente, por su familia; hombres que cargan con las bolsas, aunque no pesen, porque ven en ese gesto una forma de decir «te quiero». Hombres que meten la pata las mismas veces al día que cualquier mujer. Hombres muy lejos de ser perfectos —como nosotras—, pero buenos.

Y a esos hombres se les dice hoy que dar dos besos sin preguntar es acoso. Que ceder el paso es un micromachismo y que sentarse con las piernas separadas es manspreading. Hombres que empiezan a preguntarse cómo han de comportarse para no ser censurados, cancelados públicamente o, incluso, demandados. Esos pobres hombres buenos son los acosados por este Gobierno impotente, en cambio, para hacer frente a quienes merecen, ellos sí, el señalamiento y el encierro. Los asesinos, maltratadores y violadores (a los que, por cierto, el Ministerio de Igualdad ha abierto las puertas de la cárcel).

La conclusión. Si de verdad se preocuparan por las vidas de las mujeres (no estaría de más que protegieran también las vidas de los hombres, pero ese es tema para otro artículo), las señoras de Igualdad dedicarían todo su presupuesto a dotar de protección, vigilancia y medios a cualquier mujer amenazada por su pareja y se esmerarían en combatir al maltratador con lo único que puede disuadirlo: la amenaza del castigo y un duro Código Penal. Y dejarían en paz a la inmensa mayoría de los hombres. Esos que no deberían tener que pedir perdón por serlo.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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