martes, noviembre 19, 2024
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Política popular para élites

La mala memoria —no la democrática, que de esa vamos fatal a propósito—, sino una mala memoria personal, nos impide hacer justicia del nombre de un excelente reportaje que a principios de siglo informaba sobre el auge de la comida basura en los Estados Unidos. Contaba aquella pieza periodística cómo una familia de inmigrantes recientes, aparceros o similar, recurría cada día a las hipercalóricas hamburguesas, patatas fritas y refrescos azucarados porque, además de basurienta, es decir, rica y fácil, cuadraba dentro de su exiguo presupuesto. El trayecto del reportaje se completaba con la visita de esa misma familia al interior de un supermercado bien provisto. Allí, los pequeños se acercaban con cierto afán la sección de verduras y los padres miraban los precios y concluían que no se las podían permitir. Mucha fibra, sin duda, pero poca caloría por demasiado dinero. Eso, sin contar la utilidad marginal —ese concepto que explica por qué preferimos comprar una barra de pan por 60 céntimos al lado de casa y no otra por la mitad a diez kilómetros— que supone no gastar tiempo y energía (luz y gas) en cocinar.

La inmediata reacción de los políticos estadounidenses, de la mayoría de ellos, no fue la de buscar soluciones que aumentaran los ingresos de esa familia trabajadora, sino la de comenzar una fortísima campaña de demonización de la comida barata de hamburguesería —que dura hasta nuestros días—, y en la que señalaban a los pobres obesos (obesos porque son pobres) por el gasto insolidario que suponen sus enfermedades asociadas porque repercutían en una subida de los seguros sanitarios y del gasto médico en general.

Lo que no se dieron cuenta los políticos y sus corifeos, era que esa campaña contra la comida basura, refugio de millones de familias en tiempos de crisis económica personal, demonizaba no a las hamburguesas y sus complementos, piedra angular de la dieta norteamericana, sino a la clase trabajadora que, además de tener que recurrir a ella para subsistir, era obligada a cargar con un inesperado y asfixiante sentimiento de culpa.

La conclusión esperada de aquella muestra de falta de empatía de los políticos hacia los problemas de las clases humildes (o de las clases medias que por cualquier coyuntura vean disminuida su fuente de ingresos constante), fue la ampliación de la distancia afectiva entre gobernados (la realidad) y las élites gobernantes (la ficción política en la que viven las oligarquías).

Desde entonces, no parece que esas mismas oligarquías políticas hayan aprendido algo. Día tras día, con agendas desquiciadas y discursos llenos de sostenibilidad, inclusividad y esas gaitas, el poder de unas élites que jamás han rascado el suelo con los dientes sigue empeñado en agrandar la brecha, ya casi infinita, que los separa de la gente ordinaria que somos casi todos los demás.

Sin estrujar mucho la memoria, cualquier lector podría sacar en apenas cinco minutos una miríada de ejemplos. Élites que se parten la camisa por la sanidad pública pero que llevan a sus hijos a nacer a un centro privado; políticos que viven en casoplones en propiedad o en viviendas del Estado (que rara vez se olvidan de reformar con nuestro dinero), y que luego les piden a los jóvenes que se busquen una solución habitacional. Partidos que nos instan a comprarnos una batamanta y poner el termostato a 19 después de haber destruido la soberanía energética española… La lista de ejemplos es infinita, del mismo tamaño y profundidad de la brecha que se establece entre ellos y nosotros. Una brecha, por supuesto, que supone un peligro real para la confianza de los gobernados en un sistema que, como ahora, por determinados desatinos cometidos por los gobernantes, obligan a buena parte de su población a vivir en una crisis económica que no alcanzan —alcanzamos— a comprender.

Aunque pudiera parecerlo, en esa lista no sólo hay ejemplos del cinismo secular de la izquierda. Anteayer, el presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, en plena crisis política por la enésima traición de Pedro Sánchez a la nación y a sus votantes, se marcó una defensa cerrada de la necesidad de retirar de la circulación todos los automóviles con más de diez años. Algo del cambio climático, sin duda. Pero da igual la sinrazón esgrimida. Lo relevante es que en un contexto de crisis económica, a las puertas de un duro invierno que pondrá a prueba nuestra resistencia, con una inflación de posguerra, un Gobierno incompetente y una visible sensación de pesimismo generalizado, el líder del moderantismo y la centralidad anunció su afiliación voluntaria a las huestes de la administración antipática para con los que menos tienen y los que, en este contexto de inseguridad, frustración y crisis, menos pueden.

Y no sólo no pueden —no podemos—, sino que además son señalados como insolidarios contaminantes por los mismos que, luego, no sabemos cómo osan, pedirán sus votos para luego freírlos a impuestos, una parte de los cuales servirá para renovar la flota de coches oficiales de los que no se bajan más que para subirse a un Falcon.

Aconsejamos, en este y en otros casos, echar un largo y reflexivo vistazo a las distintas acepciones de la palabra ‘popular‘. Por refrescar conceptos, más que nada.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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