ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Leo lo del séquito de Pedro Sánchez de más de 100 personas para ir a una reunión de la ONU o lo de que cada diputado tendrá un asistente personal, y no me río. Son noticias de utilidad pública porque nos dejan claras algunas cuestiones esenciales para un ciudadano responsable del siglo XXI.
La primera es que la democracia no significa que todos los hombres sean iguales. Las élites, como explicaron Gaetano Mosca y Wilfredo Pareto, son inevitables en todo tipo de sociedad. Con más gracia, lo explicó George Orwell en Rebelión en la granja. Al final cuesta diferenciar a los cerdos de los granjeros, porque todos se portan igual. La deriva elitista de los jerarcas comunistas también se ha estudiado mucho.
Conviene tenerlo claro para que no nos engañen las cantinelas igualitarias. El poeta Aquilino Duque lo constataba con amargura: «La gente es lo que es; no nos hagamos / con ella muchas ilusiones,/ que para llamar jefes a los amos/ se han inventado las revoluciones». Basta pasar cerca de un jerarca político europeo, nacional, autonómico e incluso municipal para ver que se ha montado su petit Versalles con lacayos, cortesanos, aduladores y pretendientes en forma de chóferes, asesores, jefes de prensa y secretarios. Siendo inevitable la élite, hay que exigirle una categoría moral y técnica superior. Todo discurso igualitario nos está hurtando esas exigencias, sin quitarnos de encima a los jefes y/o a los amos.
Entre las exigencias que hay que hacerles y que no estamos haciendo está la de que la política no se convierta en la primera empresa de nuestro país. Para cada vez más jóvenes es la gran fuente de empleo y de proyección profesional. La política, en consecuencia, no sólo extrae los recursos económicos de la empresa privada, sino que empieza a quitarle recursos humanos.
Esto es preocupante en lo económico, pero también en lo político, en lo social y en lo cultural. En lo político porque crea sistemas endogámicos y cerrados, donde todo servilismo tiene su asiento. Nadie osa desobedecer al jefe del que depende su futura estabilidad profesional. Encima, esto crea una cobertura moral para el líder sediento de poder. Ya no es sólo buscar su propio acomodo sino –se dice a sí mismo– el de sus huestes, esto es, el de tantas personas como le siguen. Indignidades e infidelidades a la propia conciencia quedan mucho más amortiguadas si uno le está buscando trabajo a amigos, familiares, conocidos y becarios.
En lo social es evidente que el peso de lo político aumenta proporcionalmente. Primero, porque su captación de tanto por ciento del PIB va lanzada. Segundo, porque cada vez son más personas las que se dedican –cargos electos, asesores, politólogos, publicistas, gabinetes de prensa, jefes de campaña, asistentes, becarios– al sector. Y tercero, porque tal ingente cantidad de recursos exige, para apaciguar la conciencia o por puro aburrimiento, una incansable actividad legislativa, que interfiere en la vida social de las gentes corrientes –cada vez menos corrientes– en forma de regulaciones exhaustivas. En lo cultural el debate se hace más y más político, con menos resquicios para cualquier otra conversación o creación.
Al círculo vicioso de los recursos, menguantes vía impuestos para el sector privado, crecientes vía impuestos para el sector político, se suma la trampa que atenaza a todos los partidos, incluso los que, como Vox, quieren salirse de esta espiral de gasto. No tener tantos asesores y contactos más o menos remunerados en el mundo mediático te sitúa en una condición de desventaja evidente.
Urge desmontar la Política S. A. La vida pública tiene que volver a ser un servicio y no una empresa. Y hay que hacerlo todos a una, para que ninguna ideología se aproveche de un adelgazamiento que nos urge. Mientras tantos, somos los ciudadanos de a pie los que tenemos que escandalizarnos de la corte de 107 personas para el viaje a la ONU o los asistentes personales o los gastos suntuarios en pinganillos o tantas cosas con el dinero de todos contra todos.