John Carlin,
El error es pensar que la gente es lógica. En las cosas importantes de la vida, como el amor, no lo es. Tampoco en la política, particularmente a la hora de votar, circunstancia en la que la emoción compite con los hechos, y la emoción gana.
Pienso en el éxito del populismo. Pienso en el comportamiento electoral en países tan variopintos como Turquía, México, Sudáfrica, Argentina, Inglaterra, Rusia y Estados Unidos.
En Turquía Recep Tayyip Erdogan acaba de obtener la mayoría necesaria para alargar su mandato presidencial. Gracias a su gestión, la economía va fatal, con la inflación por encima del 40 por ciento; abusa del aparato judicial para criminalizar a la oposición y controlar los medios; un terremoto en febrero en el que murieron 50.000 personas dejó en evidencia un sistema de corrupción en el que el amiguismo pesa más que la eficiencia en la construcción de hogares.
Votar por Erdogan significaba persistir con un gobierno más dictatorial que democrático, más corrupto que competente. El pueblo turco dio su veredicto. Ya iban nueve años; ahí van cinco más.
México y Sudáfrica no son tan autoritarios, aunque están en ello, pero en cuanto a corrupción superan a Turquía, mientras que en inseguridad ciudadana están en otra liga. Sin embargo, ahí está el presidente Andrés Manuel López Obrador, a años luz de la oposición en las encuestas, y ahí está el Congreso Nacional Africano, eternizado como partido de gobierno mucho, mucho después de que el sueño de Mandela se convirtiera en pesadilla.
Argentina, bueno, en un artículo hace unos días en este diario Jorge Lanata anunciaba una larga lista de los desastres económicos del kirchnerismo con la frase “si las matemáticas todavía existen en las Argentina…” . Parece que no. Ni existe mucho interés por la corrupción o la creciente delincuencia, aparentemente, porque ahí siguen los fieles de Néstor y Cristina, en el poder 20 años después, y a ver si van y extienden su mandato en las elecciones de finales de año.
Rusia: no entremos en detalles. Dejémoslo en que, como todo indica, una clara mayoría de rusos opina que Putin es un tipazo.
Inglaterra: no solo votan por el suicidio colectivo del Brexit sino que tres años después, en la antesala del colapso económico, eligen por mayoría absoluta al partido que les prometió el paraíso si salían de la Unión Europea.
Y ya que estamos con “las democracias maduras”, ¿qué tal Estados Unidos? Donald Trump no solo es el firme favorito para ser elegido candidato presidencial del partido republicano para las elecciones de 2024, sino que existe la creciente sensación de que las podría ganar. Como dijo ‘The Economist’ esta semana, “Hay que tomarse en serio la posibilidad de que el próximo presidente de Estados Unidos sea alguien que divide a Occidente y hace las delicias de Vladímir Putin; que acepta los resultados de las elecciones sólo si las gana; que llama mártires a los matones que irrumpieron en el Capitolio el 6 de enero de 2021 y quiere indultarlos… que es objeto de múltiples investigaciones por infringir el derecho penal, además de contar con antecedentes por agresión sexual…”.
Lo alucinante, en el sentido más literal de la palabra, es que las decenas de millones de devotos de Trump no ven motivos para cuestionarle. Los hechos demuestran que durante su presidencia Trump no cumplió ni de cerca su promesa electoral estrella de construir un muro a lo largo de la frontera con México y que, por otro lado, la única idea política que logró hacer realidad fue una jugosa rebaja de impuestos para 250.000 multimillonarios, entre los que se contaba él pero poquísimos de sus seguidores, la mayoría de ellos de ingresos bajos. Pero da igual. La fe mueve montañas.
Entonces, ¿por qué la fe vence a la lógica? ¿Por qué los hechos cuentan por tan poco en las decisiones políticas que tanta gente toma? ¿Por qué tantos seres supuestamente pensantes se identifican con tiranos, payasos o charlatanes?
Porque pertenecer a un equipo es lo importante, siendo homo sapiens un animal social. Porque ven en el líder una figura paternal (o, en el caso argentino, maternal) que les ofrece esperanza de una vida mejor, que les ofrece protección contra un mundo confuso y hostil, que comparte los mismos enemigos y los mismos odios y los mismos resentimientos que ellos. Porque formar parte del equipo del gran papá o de la gran mamá les da una sensación de pertenencia, de relevancia, de identidad que les permite olvidar la terrible verdad de que no son -no somos- más que un grano de polvo en el infinito cosmos.
O sea, la fe vence la lógica en la política por los mismos motivos que lo hace en la religión. La iglesia católica ha estado predicando a lo largo de los siglos y los siglos que el sexo fuera del matrimonio es la ruta más directa al infierno, pero cuando salta el escándalo de la pederastia que han practicado miles de sus curas (fuera del matrimonio) durante los últimos 50 años, la Iglesia responde como un partido político ante acusaciones de que los suyos practican la corrupción. Lo encubren, lo niegan, le restan importancia. Y los fieles miran para otro lado.
Se siguen aferrando a la fe porque el milagroso paquete de pertenencia, identidad, esperanza, venganza y refugio que les ofrece el trumpismo, o el erdoganismo, o el kirchnerismo, o AMLO, o el populista que sea vale más que la mentira o la hipocresía, que son como las moscas en verano, nada más.
La lección queda clara: el aspirante a liderazgo político que se atiene a los hechos objetivos, que no miente, que no se presenta como un general redentor frente a Satanás, que no ofrece el cielo en la tierra, que comete el error de reconocer los límites de lo posible, compite en elecciones contra el demagogo con la misma desventaja que un corredor con el tobillo roto en un maratón. Suerte al que lo intente.