Las condiciones de vida prevalecientes han sembrado en las mayorías venezolanas un profundo pragmatismo. La sobrevivencia le ha succionado el espacio a la llamada conciencia política. Encuestas recientes revelan que apenas 15% de los ciudadanos se desvela por el necesario cambio político. Un hallazgo concurrente es que 80% no milita, ni es afecto, ni confía en partido alguno. Como telón de fondo, conseguir El pan nuestro de cada día ocupa el pensar de 9 de cada diez venezolanos.
Entre tanto, los engranajes de las maquinarias políticas se desperezan para escoger sus candidatos a las presidenciales de 2024. Acaso, ¿no es esto poner la carreta delante de la mula? ¿Comenzar por escoger candidatos de partidos cuyo liderazgo no se conecta ni empatiza con la vasta mayoría de venezolanos?.
¿Prioritario no sería conformar una alianza sólida que por consenso produzca y ofrezca al país una plataforma de propósitos y soluciones concretas, un compromiso creíble con los ciudadanos para recuperar la República? Es requisito inescapable ganar credibilidad, recuperar cercanía con los electores y, como algo esencial, despertar el entusiasmo que rompa resignación y escepticismo. Entonces procedería –por primarias o consenso– escoger el candidato unitario idóneo responsable de materializar la promesa de cambio.
Esta contienda no es entre los aspirantes de las organizaciones opositoras sino entre la democracia y los causantes de la ruina de la República. El único color de partido que importa es la bandera del país liberado y la oferta de una administración que sirva a sus ciudadanos.
Apuntaba el ilustre catedrático Don Manuel García Pelayo, fundador de la Escuela de Estudios Políticos de la UCV, que el arte de la política exige: “saber qué se quiere, qué se puede, qué hay que hacer y cuándo y cómo hacerlo”.