ESPERANZA RUIZ,
Asistía a misa en Nuestra Señora del Remedio. Los fieles de la parroquia situada en Grabador Esteve estaban acostumbrados a su presencia. Uno de esos días, ya tristes, ya desesperanzados, cruzó la mirada cansada con una amiga sentada unos bancos más allá. Le señaló su propio bolso e hizo un gesto difícil de interpretar. Quizá fue una manera de pedirle oraciones. Quizá su forma de expresar vergüenza por las acusaciones públicas. O no. De hecho, lo más probable es que se estuviera poniendo –volviendo a poner– el mundo por montera y quisiera gritar: ¡De esta gilipollez hablan! Se trataba del modelo Alma de la casa de marroquinería francesa Louis Vuitton.
Para Rita Barberá Nolla, y para la ciudad de la que había sido regidora durante casi un cuarto de siglo, había comenzado el ocaso.
Atrás quedaba el año 91. Cuando fue elegida alcaldesa de la capital del Turia, su correligionario Zaplana aún no había probado las tijeras del «divino» Antonio Puebla (el poder se vestía en Valencia), Martes y 13 seguían reuniendo a la familia en torno a la televisión por Nochevieja y las supermodelos empezaban a conquistar el Olimpo de la moda.
La alcaldesa de España, como llegó a ser conocida, llevó a la tierra de las flores, de la luz y del amor a la modernidad. Transformó a una sociedad de mar y huerta, heredera de la burguesía republicana de Blasco Ibáñez y niñas bien del Sacre Coeur de Vizcaíno Casas, de ruta del bakalao y anabolizante, de pólvora y fútbol.
Con el viento a favor de los noventa, dotó a Valencia de mejores infraestructuras, cultura y competiciones deportivas. Como Adriano a Antínoo, le levantó una ciudad (de las artes y las ciencias). Y vio que todo eso era bueno.
La Rita estrella de rock llenaba Mestallas, fulminaba cinturones rojos y revalidaba mayorías absolutas. Cuando visitaba el Mercado Central, tan emblemático en la ciudad, alborozaba a las vendedoras de pescado igual que si hubiera llegado la Virgen de los Desamparados. Puso farolas en el barrio de Benimaclet y el votante de izquierdas se confesó «ritista». España, y el mundo, miraban a Valencia. Valencia, y España, aprendieron a diferenciar el rojo valentino del rojo alcaldesa con el que solía vestir. Rita auctoritas y potestas.
Barberá de carnes trémulas y desbordadas, de mechón blanco y perlas. Alcaldesa de gin tonics y humor ché, fallera y piadosa. Mujer de traje de chaqueta, tro de bac y lealtades rotas.
A Rita le falló lo orgánico en la habitación de un hotel madrileño cerca del Congreso un 23 de noviembre de 2016. Su carisma llevaba años siendo escrachado. En una época en que la democracia se estaba aprendiendo, los pequeños nepotismos o los regalos de empresa eran prácticas juzgadas con los ojos de la inercia. Rita cabeza de turco, Rita chivo expiatorio. Rita dejada a la intemperie por aceptar un Vuitton. En la actualidad, la democracia está plenamente consolidada por lo que el partido en que militó la exalcaldesa considera indultable una «distracción» de 1.200 millones de euros.
Aquel frío día de noviembre, en el hotel Villa Real, Rita Barberá pidió una ración de tortilla de patatas y un whisky para cenar y dejó huérfana a la valencianidad.
El pasado fin de semana el PP celebraba la 26 Intermunicipal en el Museo de las Ciencias de Valencia. En ella se reivindicó el papel de las alcaldesas populares de los noventa, época de mujeres empoderadas en la política (así como en las pasarelas). Se hizo especial mención a la desaparecida Barberá. Cuca Gamarra aludió al mítin del 96 de Aznar en Mestalla. A los valencianos les consta que sin Rita éste no habría llegado a la Moncloa. El expresidente habló de su «querida Rita» y Rajoy, su amigo, el que la dejó caer y decapitó políticamente, ensalzó su figura frente a los que la «calumniaron, acosaron, denunciaron y le amargaron la vida injustamente porque no le podían ganar en las urnas».
Feijoo sabe que el pueblo valenciano no ha perdonado al PP y pretende blanquear la traición a la mujer que, con el carnet número 3 del partido, no sólo llevó al siguiente nivel a Valencia, sino también a la formación que él dirige.
Si Tácito hubiera estado entre la concurrencia del acto-homenaje, habría reformulado su conocida sentencia sobre Vitelio: Adorada en su muerte con la misma bajeza que ultrajada en vida.