LUIS BOND,
La historia de cualquier país es compleja, especialmente cuando es atravesada por visiones radicales (e irreconciliables) a nivel político. Como es natural, el tiempo nos da perspectiva de las cosas y es mucho más sencillo entender lo que vivió una nación con unos cuantos años de distancia y con todas las piezas del rompecabezas a la mano. Claro está, esto no impide que algunos autores decidan retratar en su obra parte de la historia reciente, intentando darle voz y sentido a las vivencias personales de algunos y que estas sirvan como espejo de un drama colectivo. Este es el caso de Simón, la ópera prima de Diego Vicentini, una película que causó revuelo en el Festival de cine venezolano 2023 y que promete darle la vuelta al mundo para conectar con la diáspora venezolana.
Inspirada en el cortometraje homónimo de su autor, Simón nos cuenta la historia de un líder estudiantil venezolano (Christian McGaffney) que se debate entre rehacer su vida en Miami —en calidad de exiliado político— o devolverse a Caracas a seguir “luchando” por su país. Dicotomía encarnada por su mejor amigo Chucho (Roberto Jaramillo), que constantemente le exige que se regresen a Venezuela, y por el apoyo de Melissa (Jana Nawartschi), una joven abogada norteamericana que está ayudando a nuestro protagonista con sus trámites migratorios. Esta dualidad hace que Simón comience a recordar sus traumáticas experiencias durante las protestas estudiantiles contra el régimen militar venezolano y se cuestione todas las decisiones que lo llevaron hasta este momento de su vida.
Contrario a lo que podríamos pensar, Simón es una película bastante universal. Dejando a un lado el contexto político de Venezuela, su guion nos habla sobre un joven que se debate entre comenzar una nueva vida, en un lugar diferente y lleno de oportunidades, o volver a su patria a seguir luchando por un futuro incierto. Una dicotomía arquetípica y cada vez más común en los tiempos que vivimos. Detrás de esta decisión, tenemos a un personaje atormentado por la culpa y el miedo cuyas motivaciones se van abriendo de forma progresiva durante el desarrollo de la historia. El guion de Diego Vicentini va constantemente saltando entre un presente en Miami (donde un Simón paralizado y deprimido se ve confrontado por sus fantasmas) y un pasado en Caracas (donde el protagonista está tomado por una suerte de complejo mesiánico, creyendo que con sus compañeros de estudio podrá derrocar a un régimen con casi 2 décadas atornillado en el poder). En este vaivén, vamos entendiendo las complejidades del panorama político venezolano y las vicisitudes del proceso migratorio.
El guion de Vicentini se fortalece cada vez que logra ponernos en los zapatos de Simón, haciendo que sintamos en carne propia los horrores a los que fue expuesto (a través de flashes que le vienen debido a su stress post-traumático y crisis de ansiedad) y empaticemos con el difícil dilema que tiene que resolver. Pero, al mismo tiempo, la historia pierde fuerza cuando sale de la psique del protagonista para decantarse por diálogos expositivos que intentan explicar el calvario que sufren los venezolanos o cuando le dedica tiempo a subtramas que, por querer abarcar las múltiples aristas del drama político venezolano, le restan tiempo en pantalla a lo que es realmente importante. De la misma forma, el guion brilla cuando juega a la ambigüedad y se opaca cuando intenta explicar cosas que hubiese sido mejor dejar ocultas en el subtexto. A pesar de esto, la historia funciona y nunca se desvía demasiado de su foco principal.
La dirección de Vicentini y la cinematografía de Horacio Martinez hacen una dupla maravillosa. Juntos crean un discurso visual que apoya la dicotomía del protagonista. Por un lado, retratan a Miami en todo su esplendor, con planos abiertos, con una composición hermosa y llena de luz. En la otra antípoda, recrean con apenas 3 o 4 locaciones momentos en Venezuela que terminan siendo sumamente oscuros, claustrofóbicos y que establecen un claro contraste entre presente y futuro. Esto le permite a Vincetini y Martínez resolver con una puesta en escena casi minimalista y una estética sumamente cuidada momentos que, de otra forma, serían imposibles rodar fuera del país (y que terminarían rompiendo la verosimilitud del universo narrativo de haber tenido otro tratamiento). Gracias a esa atención al detalle en cada plano y la economía en términos de producción —donde menos es más—, Vicentini logra transitar sin problema esa delgada línea entre enseñar lo suficiente para sugerir los horrores de algunas cosas, sin caer en el morbo amarillista de ser explícito.
Parte del éxito de Simón también se debe a la edición de Vicentini. Valiéndose de absolutamente todas las técnicas de este medio de expresión (montaje analítico, sintético, lineal, diacrónico, paralelo, expresivo, rítmico, psicológico) logra saltar entre líneas de tiempo, locaciones y registros dramáticos, generando impacto en el espectador y resolviendo momentos claves —y complejos— (como la secuencia de las protestas donde, con apenas 5 o 6 estudiantes, una nube de humo y un par de guardias nacionales, entramos en el mood de todo lo que sucede) metiéndonos de lleno entre corte y corte en la psique del protagonista.
La actuación de Christian McGaffney es maravillosa. Casi como un ejercicio de exploración de personaje, lleva toda la película en sus hombros. Su mirada colérica y aterrorizada, la intensidad de sus ataques de pánico y la sinceridad que transpira gran parte de sus diálogos hacen que lo compremos desde el primer momento. Roberto Jaramillo también está maravilloso, funcionando por momentos como comic relief y figura antagónica que confronta a Simón y sirviendo de contrapeso a la oscuridad en la que está sumida el protagonista. Jana Nawartschi opera como love interest/sidekick de Simón, pero la intensidad de McGaffney termina opacándola en varios momentos. Sin lugar a dudas, el que se roba el show es Franklin Virgüez, con apenas una pequeña aparición, su presencia no solo atemoriza, sino que se queda grabada en la mente del espectador perennemente (así como en la mente de Simón). Su interpretación, al mismo tiempo, evita el registro histriónico/colérico al que estamos acostumbrado a verlo y se decanta por algo mucho más comedido, pausado, ominoso y aterrador (logrando captar la esencia de las pesadillas que nos han descrito aquellos que han sobrevivido a las torturas del régimen).
Simón es el tipo de películas que será recordada en la historia del cine nacional (venezolano) por hablar de aquello que todos necesitamos ver en pantalla, pero que pocos se atreven a explorar por razones obvias (el miedo a las represalias, lo complejo del tema, la cercanía con heridas que muchos tenemos, etc). No solo retrata uno de los momentos más dolorosos de la historia venezolana reciente, también explora las consecuencias en la psique de todos aquellos que lo vivieron. Al mismo tiempo, Simón encarna esa dicotomía que atraviesa a muchos migrantes de cualquier parte del mundo: quedarse en el país y luchar por él o comenzar desde cero en otro lugar. En un nivel mucho más personal, nos habla sobre la necesidad de perdonar —y perdonarnos— para poder avanzar, planteando la delgada línea que existe entre huir y avanzar, resignación y aceptación, perdón y olvido. Temas que van a resonar con muchísimas personas, más allá de los venezolanos, y que nos harán reflexionar sobre nuestro pasado para resignificar nuestro presente.
Simón tendrá un screening especial en la ciudad de Miami el 9 de septiembre y pueden adquirir sus boletos desde ya en www.simonmovie.com . Además, tendrá funciones entre septiembre y octubre en múltiples ciudades como Madrid, Buenos Aires, Santiago de Chile, Lima, Quito, Medellín, Panamá, entre otras. Una parada obligada para todos los venezolanos que formamos parte de la diáspora.
Lo mejor: los dilemas que plantea sobre la dicotomía entre quedarse en Venezuela o emigrar. La actuación de Christian McGaffney, Roberto Jaramillo y Franklin Virguez. La cinematografía de Horacio Martínez. La propuesta visual y el montaje de Diego Vicentini.
Lo malo: algunos diálogos sobre la situación de Venezuela pecan de expositivos y van en detrimento del ritmo de la historia. La subtrama de la insulina le resta tiempo a la trama principal. La gran vuelta de tuerca del final termina siendo efectista sin necesidad.