lunes, diciembre 23, 2024
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Sobrevivir en La Habana del ‘socialismo o muerte’ en Cuba

LA HABANA. – El portero de El Floridita, bar situado en la esquina de las calles Obispo y Monserrate, Habana Vieja, Cuba, intenta guarecerse del sol debajo de una marquesina desteñida. Bosteza, mira el reloj y luego se arregla la pajarita negra de su uniforme gastronómico.

Cuando por la calle Monserrate descubre a un grupo de turistas rusos, camina hacia ellos con el menú entre las manos y le dice en un inglés decente: “Pasen, por favor, este es el bar más famoso de La Habana, donde Ernest Hemingway tomaba mojitos”, y les muestra una estatua del escritor sentado en una banqueta del Floridita.

Los viajeros hacen una mueca cuando ven los precios de infarto. Ellos quieren beber cerveza barata. Tampoco les gusta el ambiente de un bar desierto, sin música y con el cantinero que bosteza mientras mira indiferente un partido de fútbol de la Champion League.

Cuando los turistas rusos que caminan por la calle Obispo se dirigen rumbo a la Avenida del Puerto, varios niños les piden chicles, confituras y dinero. Las cartománticas con sus coloridos atuendos quieren leerles con urgencia el futuro, una escultura humana embadurnada de betún negro estira su sombrero de copa para que le depositen dólares, euros o pesos, mientras insistentes merolicos [vendedores ambulantes] les proponen CD piratas de Pablo Milanés, Los Van-Van y Compay Segundo.

El enjambre
Cada vez que pasa un turista por las estrechas callejuelas de la zona antigua de la ciudad, espontáneamente se activa una tropa de vendedores ambulantes que ofrecen desde una caja de tabacos Cohíba, una réplica de la boina del siniestro Ernesto Guevara hasta participar en una orgía lésbica por 40 dólares.

A esas personas que, de manera informal, un día sí y el otro también, salen a la calle a buscar dinero, en el argot habanero se les denomina ‘luchadores’ y ‘metedores de cuerpo’.

Camilo es un tipo que viste con ropa deportiva, tres veces a la semana trabaja como custodio en un bodegón privado, da clase de karate por 1.500 pesos mensuales y dos veces al día recoge las apuestas de la popular e ilegal lotería cubana conocida como la bolita.

En 2021, después de la pandemia, Camilo llegó en tren a la capital desde un poblado recóndito de Santiago de Cuba, provincia cubana a más de 1.000 kilómetros al este de La Habana. “Nagüe [amigo], a mí no me asusta el fuego (la calle). La caliente viene pa’rriba de mí y yo voy pa’rriba de la caliente. Llegué solo hace tres años, pero ya traje a mi esposa y a mis dos hijos. Allá en Oriente la cosa está que arde. Apagones de ocho horas todos los días y la gente comiéndose a ‘Nicolás por una pata’ (pasando hambre). Aquí apenas hay apagones y si tienes voluntad, sales a la calle y te buscas cuatro pesos. Este gobierno es una calamidad, pero no me estoy quejando constantemente ni esperando con la boca abierta que estos canallas me den por la libreta un panecito de mierda y un muslo de pollo.

“A diferencia de otros, me voy pal’ fuego y sin robar ni joder a nadie me busco honradamente el dinero. Lo mismo pedalao doce horas diarias en un bicitaxi, que vendo pan con picadillo o ropa traída de afuera. Los lechones no se me mueren en la barriga. Cuando llegué a La Habana vivía en un bajareque improvisado cerca de la Autopista Nacional. Ya pude comprar mi cuartico en un solar y aunque no tengo FE (familia en el extranjero), si Dios quiere, dentro de dos años estoy montando en el ‘tubo’ (avión)”, confiesa Camilo, quien solo duerme cuatro o cinco horas por los empleos que ha tenido y sigue teniendo.

Hombre orquesta
«Soy electricista, pero hago de todo, un hombre orquesta. He trabajado en Antillana de Acero, he sido estibador del puerto, ayudante de la construcción y sepulturero. A La Habana Vieja vengo a vender tumbadoras y artesanías. Cuando la cosa está mala, porque hay pocos turistas y los que vienen no quieren gastar su plata, me busco otra pincha. Dentro de un rato unos socios me recogen para que toque los tambores en una fiesta de santo. Siempre llego a la casa con dinero, mis negritos no pueden morirse de hambre”, tengo que llegar a casa con algún dinero. Mis negritos no pueden morirse de hambre”, dice y se sonríe.

En los barrios marginales y mayoritariamente negros y mestizos de Jesús María, Belén, Colón, Cayo Hueso y San Leopoldo, en edificaciones ruinosas, bajareques en peligro de derrumbe y cuarterías superpobladas, residen cientos de miles de personas que han emigrado de otras provincias. Suelen pensar y hablar más rápido que el resto de los cubanos. Se caracterizan por su capacidad de resistencia y la creatividad para burlar las leyes dictadas por las autoridades.

Cuando en la Isla una mayoría apoyaba, o simulaba respaldar a la dictadura verde olivo, en los barrios de la Cuba profunda florecía el mercado negro. Se vendía pan con bistec, cerveza en lata, marihuana y melca (cocaína). Circulaba el dólar, entonces prohibido, y los vecinos sabían quién ofertaba jeans Levi’s o calzado deportivo Nike comprado en un centro comercial de Miami o la zona franca de Colón en Panamá. Existían -y existen- casinos ilegales llamados burles y con el auge del turismo surgieron las jineteras, matadoras de jugadas y pingueros [hombres que se prostituyen].

Les presento a Dinorah, nombre ficticio, desde luego. La única vez que vio a su padre, recuerda, fue una tarde al salir de la secundaria donde cursaba octavo grado. La invitó a comer helado en Coppelia, en La Rampa. Treinta y nueve años después no ha sabido más de él.

Prostitución heredada
“Mi abuela y mi mamá, ya fallecidas, fueron madres y padres al unísono. Tuvieron que criar a mis seis hermanos en un país que cuando no faltaba el pan faltaba la guayaba. La gente se queja que ahora estamos mal, pero es que nunca estuvimos bien. Mi madre tuvo que salir a jinetear para mantenernos. No sé si tuvo otras opciones. No la juzgo. Cuando crecí le seguí sus pasos. Y ahora mi hija de 23 años también jinetea. Es un karma que persigue a varias mujeres de mi familia. Algunas han podido largarse de esta locura. Otras, como mi hija, sueña con ligar un yuma y emigrar”, comenta y asegura:

«Que la prostitución en Cuba ha tenido tiempos buenos, regulares y malos. Depende del turismo o que los tipos con un ‘baro largo’ [mucho dinero] quieran gastarlo en vacilar con mujeres. La pandemia fue horrible. Todo el dinero que teníamos guardado se gastó en comida. Los más jóvenes inventaron el sexo virtual por internet. No me gusta esa fantasía, pero algo de dinero se gana. Con la inflación, los hombres no quieren gastar dinero en juergas ni en queridas. La crisis es tan grande que faltan hasta los condones”. Para llegar a fin de mes, vende muestras de perfumes, arregla uñas y hace desriz en el pelo. “Así y todo, el dinero no alcanza”, afirma Dinorah.

Cae la noche en la zona colonial de La Habana. En los bares de la calle Obispo las prostitutas esperan a que alguien les pague un trago. Una pareja de travestis, ataviados con zapatos de tacones, merodea por las inmediaciones del Paseo del Prado a la caza de clientes. Al costado del hotel Sevilla, tres tipos beben alcohol casero de cuarta categoría. Se pasan en silencio la caneca plástica entre ellos. No tienen nada que hablar.

Camilo apura el paso mientras se come una pizza que compró antes de hacer la guardia nocturna en un bodegón privado. Opina que los héroes nacionales no son ni José Martí ni Antonio Maceo. “Los timbalúos de verdad somos los cubanos que llevamos 65 años aguantando esta dictadura. Nos debieran hacer un monumento”.

ESPECIAL

Fuente: Diario Las Américas

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