JANISSET RIVERO,
Una y otra vez lo hemos sufrido. La inocencia de los pueblos, la planificación minuciosa y a largo plazo de los comunistas para hacerse del poder, antes era por las armas, ahora por las urnas. Una vez en el poder, comienzan a cambiar las leyes, las estructuras políticas, económicas y culturales. Los políticos de los partidos de la libertad se afanan en contrarrestar la falsa narrativa de estos engendros sin escrúpulos, los desafían desde la ley, desde la razón, desde la contienda electoral, desde la política. Una y otra vez lo constatamos, no hay resultados. ¿Qué estamos haciendo mal los amantes de la libertad, del mercado, del estado limitado, de la solidaridad orgánica a través de las instituciones naturales de la sociedad?
En mi opinión hemos fallado porque no hemos ido a la raíz del problema. Sabemos que buscan el poder, sabemos que mienten, que no tienen límite moral, que crean escenarios propicios, caos necesarios para entonces actuar como los salvadores del mundo, de los pobres, de los tantas veces marginados.
Pero el error está en la clasificación. Desde sus orígenes los partidos comunistas, socialistas (el socialismo es la antesala del comunismo, no lo olvidemos), los verdes, los progresistas, como quieran llamarse, se han desenmarcado de lo que podría definirse como un partido político, aunque se presentan como tal.
Los partidos políticos tradicionales, o incluso los más modernos, no rompen las reglas del juego democrático, respetan las decisiones soberanas de los pueblos, y se esfuerzan por ganar los votos y poder impulsar las políticas en las que creen.
Los comunistas en cambio, no respetan las leyes, las reglas, una vez en el poder, crean las condiciones de rigidez para entrampar a los pueblos en una especie de secuestro permanente, donde aplican la técnica estalinista de la dialéctica artificial, esa macabra herramienta de manipulación en la que llevan al país pendularmente desde el ostracismo total a la leve apertura, para volver de nuevo al ostracismo, de esa manera los pueblos se confunden y esperan un cambio que desde la cúpula jamás vendrá.
Acabamos de ver lo ocurrido en Venezuela, y hemos sido testigos de casi lo mismo en otros lugares.
No son políticos, son delincuentes. No quieren el poder para llevar a cabo medidas que representan algún tipo de visión política y social, quieren el poder para secuestrar a los pueblos, esclavizarlos física y espiritualmente, y vivir como hacendados, dueños de las riquezas de esa nación secuestrada.
En el camino, crean intereses, chantajean a parte de la clase política verdadera, y convierten a estos pueblos secuestrados en paraísos fiscales para el lavado de dinero, en vías de tránsito para el tráfico de drogas y de personas, en espacios abiertos donde la crápula internacional: terroristas, narcotraficantes, violadores, pedófilos, ladrones, traficantes de armas, puedan sentirse protegidos para hacer daño a sus anchas.
Si los seguimos llamando partidos políticos, candidatos, presidentes, congresistas, estamos jugando dentro del tablero que nos proporcionaron sin que nos diéramos cuenta.
Ya tenemos unos cuantos delincuentes en el poder político en nuestro hemisferio. Petro, guerrillero comunista en Colombia; Lula da Silva, ladrón convicto en Brasil; Daniel Ortega, guerrillero comunista, corrupto, en Nicaragua; Nicolás Maduro, asesino, narcotraficante y ladrón; Raúl Castro, asesino, narcotraficante y entrenador de terroristas en Cuba y el mundo. La lista, penosamente se hace extensa.
Estos delincuentes uniformados, trajeados, no van a respetar nada más que su ambición de poder y destrucción.
Hay que tomarlos por lo que son.
Los pueblos debemos aprender a identificar a estos pícaros desde que despuntan en las universidades, o son captados por la red del comunismo internacional, ahora en colaboración con las más grandes corporaciones internacionales.
No se puede cooperar con ellos, no se les puede permitir absolutamente nada en el campo político. Se les debe contrarrestar con todas las armas que la lucha cívica y no violenta tiene a su disposición, pero la más efectiva es la no cooperación. Hay que resquebrajar los pilares o cimiento desde donde se erguen, para destruir a las naciones.
Hasta que no entendamos la verdadera naturaleza de estos engendros, seguiremos sufriendo, nuestras estrategias no fructificarán, y no lograremos extirparlos como cáncer maligno de donde se han entronizado. Y una vez fuera de los cuerpos de los pueblos, declararlos criminales, autores de los peores crímenes de lesa humanidad. No son políticos, son delincuentes. Cuando lo entendamos, podremos lidiar mejor con esta caterva de malechores.