ESPERANZA RUIZ,
Hace un par de días Disney lanzó el tráiler de la versión live action de Blancanieves, que se estrenará en marzo de 2025. La polémica, esta vez, no se ha centrado en la preceptiva adulteración woke que la compañía viene introduciendo en todos sus clásicos. Existir, existe, claro. Según ha declarado Rachel Zegler, la actriz que encarna a la protagonista, a la revista Variety: «Ya no es 1937 y Blancanieves no va a ser salvada por el príncipe ni buscará el amor verdadero sino que sueña con convertirse en una líder intrépida, honesta, valiente y justa».
Sin embargo, pese a los esfuerzos por empoderar y emancipar al personaje, el público es como es y lo que ha molestado profundamente ha sido que la próxima Blancanieves no vaya a lucir blanca (del todo) ni la más bella (del reino). La intérprete israelí Gal Gadot, a la sazón madrastra, está más potente que la «nívea» joven y la pregunta de marras (¡Espejito, espejito! ¿quién es la más bella?) obligaría al oráculo de tocador a mentir so pena de dar al traste con la trama.
Además, la inclusividad en lo racial —Zegler es de ascendencia colombiana— no ha alcanzado a la del tallaje: en lugar de contratar actores enanos, los esforzados hombrecillos han sido recreados por CGI.
Mi único tuit viral es de 2022 y está relacionado con el tema. Rezaba así: «Los cuentos clásicos tienen la misión de enseñar a los pequeños que el mal existe. No les ahorréis ni una coma». También añadí algo sobre evitar transformarlos en mamarrachadas de género. Dándole una vuelta ahora considero que quien se halle en las garras del wokismo a estas alturas bien abducido está. Pura selección natural. Sin embargo, abordar el asunto del mal sigue siendo una asignatura pendiente.
En el cuento de Blancanieves se habla de manera específica de la envidia, rasgo patognomónico del narcisismo, y de una vileza ejercida en un ámbito muy concreto. El mal no es un ente abstracto, algo que sobreviene al hombre, una fatalidad contra la que sólo cabe la resignación. Pero, omitiendo reiteradamente su existencia, escamoteando al hombre su presencia y procedencia, éste encuentra cada vez más difícil identificarlo. La propia Iglesia ha ido adaptando —para mal— su discurso al respecto, desdibujando contornos que nos son debidos. Sin la noción de la existencia del mal se priva al ser humano del juicio crítico primero y de la capacidad de defenderse después. Lo vimos de una manera explícita durante la pandemia: el discernimiento colectivo fue suspendido porque pocos esperaban la «violencia» ejercida por parte de aquellos que debían protegerles. No pocos no concebían que, por ejemplo, la OMS, no fuera ese médico de familia que te conoce desde la cuna.
Omitir la iniquidad reiteradamente conduce al relativismo y, en el último estadio de perversión, se acaba dando la vuelta a la tortilla: percibir el mal como un bien —estado actual de las cosas en muchos ámbitos— es propio de sociedades liquidadas y vistas para sentencia.
El sociólogo y psiquiatra polaco Andrzej Lobaczewski acuñó el término «patocracia» para referirse a la forma de gobierno que un grupo de psicópatas ejercería sobre una población normal. Esto es posible porque ese grupo, minoritario, es capaz de ejercer una influencia deletérea sobre personas que previamente no poseen esta condición: se llama socialización en el mal y es un camino de no retorno.
En la narración original de los hermanos Grimm, la bruja pide al cazador que tras matar a Blancanieves le lleve el corazón y el hígado. No son sólo una prueba de muerte, la malvada se los come. El mal no quiere lo que tienes, quiere lo que eres.