Tras salir de prisión, y con la polémica anulación de las condenas judiciales en su contra -por corrupción y lavado de dinero-, el cuestionado Lula da Silva es proyectado como el candidato favorito del establishment de regresar al poder, aupado no solo por sus correligionarios y la prensa que le es adicta -por fanatismo idólatra o subvenciones-, también por sectores centristas y «liberales» funcionales a la izquierda, todos unidos en contubernio con tal de cerrarle el paso a Jair Bolsonaro.
Fue Bolsonaro, un militar retirado y diputado -el más votado en el estado de Río de Janeiro en 2014- el huracán que desalojó en 2018 a los burócratas que parasitaban el aparato estatal brasileño, desfalcado por el Partido de los Trabajadores (PT) y petardeado por la centroderecha; un binomio tóxico acostumbrado a darse el relevo del poder cada ciclo electoral.
Con el lema «Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos», el carismático Bolsonaro se apoyó en las bases conservadoras del país carioca -no «ultraderechistas» ni «fascistas», como ladra la izquierda- y en el descontento generalizado por los escándalos de corrupción que salpicaban a las gestiones de Lula y Rousseff. Cabe recordar que esta última es todavía una herida abierta para la izquierda brasileña, pues su presidencia está asociada a la crisis económica y al impeachment que la desalojó del Palacio de Planalto.
De acuerdo con la última encuesta de Datafolha, Lula incluso tiene la posibilidad de ganar en primera vuelta la Presidencia. De lograrlo, el exlíder sindical sería el primer presidente brasileño al que se le concede un tercer mandato.
La vuelta al poder de Lula sería, como ya todos en la Iberosfera sospechan, la cereza en el pastel para coronar a una izquierda que, desde la amenaza de la «brisa bolivariana» en 2019 de boca de Diosdado Cabello, parece invadir a diestra y siniestra cada rincón de nuestra envilecida civilización hispana.
Ya suficiente se ha tenido con Boric, Fernández y Castillo, para tener que soportar a toda la «familia» reunida una vez que Lula se cruce la banda presidencial al pecho y estreche la mano de uno de sus compinches, el recientemente electo Gustavo Petro.
Felizmente, y como estas izquierdas indefinidas tienen pies de barro, los hispanoamericanos ya se vuelcan a las calles en contra de las reformas pretendidas, los escándalos de corrupción precoces y la ineficiencia desfachatada.
No obstante, que Lula se siente en Brasilia sería un giro geopolítico importante, pues el gigante sudamericano no es moco de pavo a diferencia de la alicaída Venezuela, la paupérrima Cuba o la inestable Bolivia. Brasil es parte del G20 y, con sus controvertidas empresas constructoras, tejió una red clientelar -Lava Jato- que sometió a gobiernos cómplices de toda la región.
Un Lula empoderado en un Brasil que, aunque golpeado como todos por la crisis y la inflación, sigue siendo una máquina formidable de producción, podría alentar una vez más al Foro de Sao Paulo, al Grupo de Puebla y a otros proyectos marginales como el Runasur de Morales.
No se puede saber a ciencia cierta qué tanto impacto pueda tener este retorno de Lula a corto plazo, pero ya existen los antecedentes para prever que insistirá en proyecto político continental y extracontinental, con una China y Rusia bastante enrarecidas con Occidente.